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El imperio contraataca

María Muñiz de Urquiza

El imperio zombi. Rusia y el orden mundial
Mira Milosevich
Ed. Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2024

Como dijo el Alto Representante de la UE para la política exterior, Josep Borrell, el mundo es cada vez más multipolar y menos multilateral; es decir, hay más actores y menos normas que rijan sus relaciones. Esta situación de desorden juega a favor de la vocación imperial de Rusia.

Y es la naturaleza imperial de Rusia, probada a lo largo de su historia ―desde la época zarista a la soviética y al resultado aún incierto de la desintegración de la URSS, así como su (mal) encaje en la sociedad internacional, hasta pasar a la siguiente pantalla de postimperio en el que converge esa naturaleza imperial con el putinismo, que actualiza prácticas totalitarias soviéticas tras el fracaso de la transición democrática en Rusia― la que Mira Milosevich desentraña en El imperio zombi: Rusia y el orden mundial.

Con la claridad deslumbrante con la que los eruditos saben explicar realidades complejas, Mira Milosevich encaja las piezas de la historia de Rusia con los conceptos en torno a los cuales se fueron componiendo los estados-nación y estos a su vez fueron conformando un orden internacional que Rusia siempre ha considerado hostil. Y toda cuadra. Rusia: el imperio zombi es un libro erudito ―la bibliografía es exhaustiva― pero hipnótico, que va rasgando el velo del arcano que siempre había sido Rusia.

Los conceptos clave que marcan el camino de la divergencia entre Rusia (en cualquiera de sus etapas históricas) y su «otro», el Occidente euroatlántico, se plantean en el capítulo introductorio del libro, que debe servir de atlas para el despliegue posterior. Milosevich arranca desgranando el legado imperial, la borrosa posición geográfica y cultural euro-asiática de Rusia, el concepto de nación y la consolidación de los estados-nación de base cívica versus la gestión centrífuga hacia la rusificación de la inmensidad territorial y la multietnicidad del imperio ruso y también versus estado-civilización, que es lo que se considera Rusia en contraste con la empequeñecedora imposición occidental del estado-nación. Incluye esclarecedores mapas, gráficos y tablas que recopilan las nacionalidades del imperio ruso y la URSS, los grupos étnicos, la expansión territorial de Rusia y la desintegración de la Unión Soviética. El interés nacional inevitablemente defensivo pivota en torno a una percepción de amenaza ubicua interna y exterior. Nos queda claro aquí que el orden mundial para Rusia siempre ha sido un concepto constrictivo: la plasmación del enfrentamiento contra la hegemonía de un Occidente corrupto y, paradójicamente, un escenario a cuyo sostenimiento ha contribuido en momentos históricos clave (Napoleón, Hitler) con el fin de conjurar desequilibrios susceptibles de poner en peligro a la misma Rusia. El orden liberal internacional, al fin y al cabo, se traduce en la exportación de los fundamentos de las democracias capitalistas a las instancias internacionales en una concreción del «fin de la historia» de Fukuyama. Finalmente, como ultimo hito de este marco conceptual, el revisionismo de todo lo anterior por parte de nuestro imperio zombi, de otras potencias como China, India o Irán y del antiguo tercer mundo, actual Sur global, teatro de las rivalidades entre las grandes potencias (como cuando era tercer mundo), pero también con voz propia dentro de su diversidad y capaz de optar por la alternativa del modelo ruso y de aislar a las democracias occidentales en su «espléndido aislamiento» democrático, con un porcentaje decreciente en el PIB y en la población mundial.

Los siguientes bloques se dedican al análisis apabullante del colapso de la Unión Soviética, de la identidad nacional rusa, del revisionismo de las fronteras y de la enmienda del orden mundial. Un epílogo cierra con la inquietante conclusión de que Rusia, Putin, justifica la guerra de Ucrania con los argumentos históricos desgranados y retroalimenta, con la guerra de Ucrania, la base ideológica de su régimen. En este mundo multipolar, económicamente globalizado y políticamente confuso, Putin ha retomado su senda histórica pavimentada de paneslavismo, mesianismo, militarismo, antioccidentalismo y religión ortodoxa, resucitando su vocación imperialista.

¿Es un imperio zombi? En todo caso, es un muerto viviente que trastabilla de manera convulsa al intentar reconstruirse y contener fronteras sin conseguir estabilizarlas, renunciando a desempeñar un papel responsable en la evolución del orden mundial del siglo XXI por su  intransigencia con cualquier orden que  pueda contravenir su propia cosmovisión y apego  al papel de matón del patio, alentado por la falta de respuesta internacional, especialmente europea, ante la guerra de Georgia en 2008, la anexión de Crimea en 2014 y los inoperantes acuerdos de Minsk de 2015.

¿O acaso es un imperio superviviente en reconstrucción? En este caso, estaría tratando de liderar el llamado «Sur Global», con presencia militar ―¡a través del grupo Wagner!― en África, donde se asegura la provisión de divisas, el acceso a materias primas y  energía. La mayoría de los países africanos tienen acuerdos de cooperación militar que incluyen compra de armas, formación militar y maniobras conjuntas. En este caso tendría capacidad para intervenir en Oriente Medio y, lo que más nos preocupa por proximidad, para invadir un Estado en las mismas fronteras de su némesis europea democrática, capitalista y liberal, pudiendo intervenir vía dark web en sus políticas internas y sortear las sanciones.

Como dice Kissinger, es requisito indispensable de un genuino orden mundial que sus componentes relevantes, ya sean naciones o regiones, se comprometan con una segunda cultura (en relación con la primigenia de sus valores nacionales e intereses legítimos) global, estructural y jurídica, que trascienda sus propias perspectivas, ideales y aspiraciones: «This would be a modernization of the Westphalian System informed by contemporary realities» (Kissinger, World Order, p. 373). Rusia no está en esa dinámica.

Los demás actores relevantes lo están, pero de una manera difusa, al no terminar de asumir la perentoriedad de unas estructuras de gobernanza global basadas en la cooperación, en una sociedad internacional más multipolar que multinacional. Y habiendo normalizado a la Rusia de Putin.

Para Rusia, al otro lado de unas fronteras que son políticas y no naturales, que no termina de reconocer y que sólo puede asegurar expandiéndolas, está la Unión Europea. La UE es «el otro», una mera excrecencia de los Estados Unidos. Y así se cierne la   amenaza de un imperio zombi y totalitario sobre la Europa liberal, cuyos pilares de seguridad se tambalean ante su propia indecisión, la fragmentación del orden internacional, la resiliencia de Rusia, la sombra de la victoria de Trump y la desafección de este hacia Europa y fascinación hacia Putin.

«Rusia es ―dijo el Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior, Josep Borrell, en un discurso en Oxford en mayo de 2024― el mayor riesgo existencial para la UE». Una Europa pusilánime, sin embargo, y dividida no sólo por el electrón libre del Orban dinamitero, sino también por la persistencia de políticas exteriores bilaterales divergentes de los Estados miembros. Esta UE se encuentra, por tanto, con muchas dificultades para tomar decisiones en  política exterior, más allá de las de contenido humanitario (como   el caso de Gaza).  En lo que se refiere a las relaciones con Rusia, tenemos un problema de credibilidad: armas a Ucrania sí, pero restricciones a su uso en territorio ruso; sanciones sí, pero circunvaladas con cierta facilidad. Los bienes europeos cuya exportación está específicamente prohibida, llegan a Rusia a través de la reexportación por terceros países, por ejemplo. de Asia central, que han multiplicado las importaciones de esos bienes de la UE sin que, parece evidente, se deba a un aumento de la demanda. O el gas ruso cuya importación ha aumentado en varios países europeos, incluida España, en previsión de un nuevo paquete de sanciones más firmes centradas en el gas. Sobre eso son pertinentes, entre otros, el análisis Sanciones: ¿Arma poderosa o maniobra impotente?, de Christian Von Soest, del Instituto Alemán para Estudios Globales, y el artículo «Europa se lanza de nuevo a comprar gas ruso y “los rebeldes” reparan un “coladero turco” para las sanciones» de Álvaro Moreno para El Economista (27/5/2024).

Europa confronta, por tanto, un triple choque geopolítico ―Ucrania y Gaza―, económico ―China y el retraso o directamente ausencia de Europa de la actual revolución industrial de las tecnológicas― y democrático ―extremismos intramuros―, sin tener ya garantizadas la paz, la prosperidad y la democracia, es decir, los mismos fundamentos y razón de ser de la UE.

Rusia forma parte, más o menos colateralmente, de todos esos procesos que acechan a Europa: desde su presencia militar en el convulso Sahel de las milicias yihadistas, desbordado de armas ―rusas―, hasta el ataque mediático y propagandístico, con las campañas de Telegram, Rusafro Media y Russia Today. Esta guerra híbrida de los conflictos armados y la propaganda, es el origen de los millones de desplazados rumbo a Europa y estos, a su vez, son argumento de fuerza en la polarización política y en la desestabilización de las sociedades europeas.

Otro de los tentáculos de esta forma actual de Rusia de ser imperio es la injerencia en los procesos democráticos europeos, incluida la desinformación. Rusia está detrás de cientos de webs, miles de cuentas y millones de posts defendiendo la invasión de Ucrania y las posiciones del Kremlin. También financia a grupos de extrema derecha, ultranacionalistas y separatistas, ayudando a infiltrarlos en las instituciones. Lo denuncian think-tanks de prestigio como el German Marshall Fund y documentos de las instituciones de la UE ―en concreto los informes de Servicio de Acción Exterior de la UE― sobre la manipulación de información extranjera y las amenazas de injerencia. Un marco para la defensa en red, así como las resoluciones del Parlamento Europeo de marzo de 2022 y febrero de 2024, establecen indubitadamente la conexión rusa con el socavamiento desde dentro de la democracia europea y con el desprestigio de la democracia en general como modelo de gobernanza, que es el principal producto de exportación intangible de la UE.

Pese a la contumacia de esta realidad, la UE no acaba de cruzar su rubicón de soft a hard power, de asumir, con decisión y con todas las consecuencias, su papel en la escena internacional desde una autonomía estratégica, versus la incertidumbre y la dependencia. Los asuntos que requieren un cambio de actitud: el suministro de gas ruso, el resultado de las elecciones en EE.UU., las oleadas de inmigración irregular controladas por terceros estados, la debilidad de su segmentada capacidad defensiva, la fragilidad de su producción de bienes de primera necesidad ―como se experimentó en la pandemia― y  su poca competitividad en los de última.

Rusia no ha cejado en su trayectoria imperial, zombi o no, y la Unión Europea, aún afectada por un problema serio de fatiga de materiales, tiene la responsabilidad de mantener al imperio a raya con una propuesta alternativa creíble para la gobernanza global y aspiracional para los vecinos del Este. Desde Damocles a Spiderman, sabemos que un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Como dice Mira Milosevich en el libro que reseñamos, «los imperios totalitarios conquistan territorios, los imperios liberales ganan aliados».

María Muñiz de Urquiza, doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense, ha desempeñado la mayor parte de su actividad política y profesional en el ámbito de la política exterior, el desarrollo y los derechos humanos en el Grupo de los Socialistas y Demócratas del Parlamento Europeo. Diputada europea durante la legislatura 2009-2014, ha sido jefa de varias misiones de observación electoral de la UE, ponente del informe sobre la UE y la reforma de Naciones Unidas y presidenta de la delegación de la UE para las relaciones con Chile. En la convocatoria electoral de 2024 al Parlamento Europeo, formó parte de la candidatura del partido Izquierda Española, que no obtuvo representación.

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