A los que nacieron de la década de los ochenta para atrás les queda muy claro que su vida de infancia y de juventud fue mucho mejor que la que hoy tienen nuestros jóvenes y niños, aunque estos no estén de acuerdo porque son de un mundo que en apariencia les ofrece todo. Claro está: estos han vivido muy probablemente desde el mismo día de su nacimiento en brazos de una madre sosteniendo un biberón en una mano y un teléfono celular en la otra.
Unicef, en un reciente estudio, sostiene que uno de cada tres jóvenes de treinta países ha sufrido por lo menos una vez ciberacoso. Pues, por mucho que la tecnología haya avanzado, las redes sociales y varias aplicaciones más bien han permitido nuevas formas de delinquir amparados en el anonimato y permaneciendo por tanto casi siempre en la impunidad. En el caso de los niños, las consecuencias son tan graves que ponen en riesgo su propia vida. La ansiedad, la baja autoestima y los pensamientos suicidas son marcas de millones de niños en el mundo a causa del uso indiscriminado que del celular permiten los padres, por lo que secuelas como el insomnio, la depresión, el bajo rendimiento escolar, la adicción, la falta de actividad física o una menor interacción social, parecen no tener mayor importancia frente a las más escabrosas repercusiones que el mal uso de un teléfono inteligente puede provocar.
En días pasados, en un restaurant, me percaté de la presencia de una familia en la mesa contigua a la mía: los jóvenes padres estaban inmersos en sus celulares, mientras esperaban que su comanda fuera atendida. Sus niños, de unos 7 y 4 años más o menos, con pericia navegaban por la web sin restricciones.
En el mundo físico, hoy en día hay una tendencia generalizada a la sobreprotección de los niños, llevándolos a inofensivos parques para su cuerpo y su alma, descartando cualquier posibilidad de que vayan solos al colegio o inculcándoles valores como el respeto al medioambiente, área en que llevan gran ventaja respecto a infantes de pasadas generaciones. Toda medida protectora es justificable en un mundo tan violento como el actual. Hasta ahí todo está bien, pero paradójicamente les dejamos (y a veces incentivamos a) que decidan sin ningún límite adentrarse en el mundo digital, que puede ser tan o más peligroso que los riesgos de la calle, dejándoles sin ninguna responsabilidad sobre las tareas domésticas más simples.
Todo lo anterior, empero, parece ser de dominio generalizado; es decir, el mal uso —además colectivo— de un smartphone. Lo que no parece ser tomado muy en cuenta es la disminución de las habilidades motrices y cognitivas que estos sorprendentes equipos están ocasionando, principalmente en los millennials para este lado. Los mismos adultos nacidos antes de la década de los 80 han adoptado a su teléfono inteligente, obligados por la dinámica del mundo. Hoy, pocos retienen en la memoria el número telefónico de su ser más próximo o la ruta del bus en que a diario se desplazan.
¿Quién necesita hacer funcionar el cerebro para llegar a un lugar desconocido, si el Google Maps está ahí, a la pulsación de una tecla? Para el anecdotario han quedado las páginas que nos permitían información básica sobre algunos temas también superfluos. Hoy la Inteligencia Artificial (IA) permite ser “autor” de magníficos trabajos escolares y de magistrales ensayos universitarios, pronunciar un soberbio discurso ante un auditorio de multitudes y evitarnos leer un texto extenso o tomar apuntes en la clase. En nuestro país, en el que la educación ya de por sí es deficiente, se está produciendo una delegación de las destrezas naturales a las inteligencias artificiales porque la navegación indefinida en un celular con posibilidades de acceso a las aplicaciones de última generación, está anulando la posibilidad de ejercitar el cerebro y las manos en trabajos sobre los que las generaciones anteriores tenían dominio.
Solo el uso moderado y la apreciación crítica de la IA pueden permitirnos los beneficios para nuestras vidas que la aplicación ofrece. La IA ha sido creada por el hombre; por tanto, la naturaleza de este, no siempre de rigurosa imparcialidad, ha sido también transferida a su creación, y a diferencia de Google, que nos permitía identificar la fuente de la información, y por tanto discriminar su validez, con la IA estamos sometidos a los sesgos de su “propio criterio”.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor