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Irma la mulata

Julio Cesar Salamanca Veizaga

«Soy blanca, soy hermosa», murmuró Irma con determinación, acariciando su rostro mientras se miraba al espejo. El espejo reflejaba una niña de ojos grandes y oscuros, con cabellos enredados que se rebelaban contra el peine. Con un suspiro, cubrió su cabello con una bandana y se dirigió a la mesa para desayunar.

—Otra vez con lo mismo, Irma —reprochó su madre, Marcela, con una mezcla de tristeza y resignación en la voz.

—Sí. Sabes que no me gusta ser negra —respondió cortante la pequeña, mientras tomaba una cucharada de café. Su mirada se desvió hacia la ventana, evitando los ojos preocupados de su madre—. Odio este cabello.

Marcela observó a su hija con el corazón encogido, deseando encontrar las palabras correctas. Cada mañana era lo mismo: Irma, tan pequeña y ya tan llena de rechazos hacia sí misma. Marcela sabía que las palabras hirientes de los niños en la escuela dejaban cicatrices profundas en su hija, pero se sentía impotente ante el dolor de Irma.

—Irma, tu cabello es hermoso, igual que tú. Es parte de quién eres —intentó consolarla, pero su hija solo apartó la mirada, apretando los labios en un gesto de frustración.

Al llegar a la escuela, las burlas, los chistes y los insultos comenzaron casi de inmediato. El patio de recreo resonaba con risas y gritos, pero para Irma, era un campo de batalla.

—¡La negra! ¡Ya llegó la negra! ¡Suerte, negrito! —gritó un niño de diez años, pellizcando a otro en el brazo cuando vio llegar a Irma. Ella sintió cómo las palabras caían sobre ella como piedras, pesadas y dolorosas.

Marcela miró a su hija desde la distancia, observando cómo sus hombros se encogían y su cabeza se inclinaba hacia el suelo, como si quisiera desaparecer. Su corazón se rompía un poco más cada día. Decidió acercarse a Irma, la tomó de la cabeza y la volcó hacia su pecho, abrazándola muy fuerte.

—¿Ya ves por qué no me gusta? —susurró Irma, su voz quebrada por el llanto contenido. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Todo es «la negra» para ellos. Que la negra aquí, que la negra allá, que suerte negrito, que el olor de la negra. Y los maestros no dicen ni hacen nada. Ríen en complicidad con los insultos, adjetivos y actitudes descubiertas y solapadas.

Marcela sintió una ola de ira hacia aquellos que se burlaban de su hija y hacia los adultos que no hacían nada por detenerlo. Pero sabía que su enojo no ayudaría a Irma. Solo podía ofrecerle amor y apoyo.

—Saliendo de clases te tengo un regalo —dijo su madre, tratando de poner un tono alegre en su voz. Le dio un beso en la mejilla y esperó a que su hija se perdiera entre las demás niñas, deseando que el regalo pudiera iluminar un poco el oscuro día de Irma.

Esa noche, Irma no abrió el paquetito hasta que estuvo sola en su cuarto, con la luz tenue de su lámpara. Se tiró sobre su cama y, con manos temblorosas, abrió la cajita. Dentro, encontró una fotografía antigua de sus padres, de cuando eran jóvenes. Se les veía felices en un parque. Él, su padre, miraba con amor a su madre. Ella, su madre, miraba con respeto y admiración a su padre.

Irma sostuvo la foto junto a su rostro y se miró en el espejo. Vio las similitudes: tenía el cabello, los ojos y la nariz de papá, los labios, las manos y la sonrisa de mamá. Pero más que eso, entendió que tenía el cariño, el amor, el respeto y la admiración de ambos. Su corazón, pensó, era mitad negro y mitad blanco. Un corazón mulato.

Al día siguiente, Irma se miró en el espejo con una nueva perspectiva. Se acarició el cabello rizado, sintiendo cómo sus dedos se enredaban en las hebras retorcidas. Cada jalón le recordaba los insultos e infamias, pero también le revelaba la belleza y fortaleza que había en su herencia. Se reconoció mulata, y esa mañana se vio diferente.

Sus ojos grandes, color miel, brillaban con una nueva luz. Sus labios gruesos y su nariz ancha y chata ya no le parecían defectos, sino rasgos únicos y valiosos. La dulzura en su mirada era un reflejo del amor que había recibido de sus padres.

Recordó las palabras de su abuela: «Uno es blanco, es negro o es mulato. No hay más. Y tú eres una mulata». Pero Irma, con su mente de niña, comprendió que el mundo era mucho más complejo que eso. Había una gama de colores tan vasta como el arcoíris, y cada uno era hermoso a su manera.

Aquella mañana, Irma no solo se vio diferente, se sintió diferente. Se miró bonita, se quiso, se amó. Decidió dejar atrás el rechazo. Tiró al tacho de basura todos los complejos, prejuicios, los malos recuerdos, los insultos, los gestos despectivos, los malos tratos, y las desdichas y sinsabores que sus padres habían soportado para estar juntos y formar una familia. En ese espejo, Irma veía lo más hermoso de ambos reflejado en ella misma.

El color de sus ojos se intensificó, sus cabellos se rizaron con más fuerza, su piel resplandeció como nunca antes, y un aroma a flores pareció emanar de ella. Sonrió, y con un guiño se despidió de la niña insegura que había sido, dejando en su lugar a la mulata orgullosa y segura que se reconocía en el espejo.

Tomó su mochila, se la colgó en la espalda, y tiró la bandana al piso, dejando que su cabello alborotado se moviera libremente. Con paso firme, salió corriendo a enfrentar la vida. Una vida llena de colores, donde ella misma brillaría con luz propia.

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