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Horrores, máscaras, pantanos, Salve Regina

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Anoche pensé en Onibaba, de Kaneto Shindō, 1964. Tal vez porque llovía y había aire de pantano. Con lo que me gustan las marismas, ya cruzándolas en el camino “a pata” hacia Carmen de Totolima, donde tuvimos que cortar árboles medianos para ir formando una cama que nos permitiera atravesar el bosque inundado. Tierra del narco ahora, interdicta. O en los humedales del Codine de Panait Istrati, boca del magnífico Danubio. Minas flotantes cargadas  de TNT flotan por las orillas de Izmail, Ucrania, como gigantescos moluscos de dura caparazón. ¿Dónde quedaron los haiduks? Seguimos por la larga, casi interminable, ruta entre Miami y Washington DC; agua, barro, fantasmas de los seminolas, caballeros de fortuna colgando de horcas entre el salino olor de la bella Savannah, las dos Carolinas, Georgia, hasta Virginia.  Los fantásticos alrededores del enorme Mississippí, en el pueblito en donde vive mi amigo Rodney Hunt. Letales mocasinas de agua, peces gatos del tamaño de un tronco humano, tortugas mordedoras, resabios del tiempo de los dinosaurios. Y la comida, del lodazal a la olla, con sabores que la mixtura, por demás violenta, de grupos étnicos, fue arrojando a la caldosa común. Salve Regina, a mucho volumen, de Alessandro Scarlatti, suena como si los ángeles hubiesen bajado del cielo, o subido del infierno, cargados de flores. Quítome las botas, permito secarse el lodo. Huele a azahar, habrás venido con ellos, en la brisa, con tu piel de Poltava, tenue, delicada, de imperceptible sonrisa y ojos melancólicos. Nap, nap, hacen ruido las tortugas anegadas cuando cortan peces por la mitad, o penumbrales anguilas que no como, las separo del mejunje de chorizos picantes, arroz, y esa especia desconocida que tiñe el plato de intenso carmesí. Pinta tus labios, hazme creer que huiste de un cuadro de Tamara de Lempicka y por azar derivaste en el lecho mío.

Onibaba, las máscaras. Se acerca el tiempo del Areté Guasú, en el gran chaco paraguayo. Vengo esperando un año, tengo que ir. Sé que el calor será de infierno, y los bailarines también. Demonios tallados en madera, la blanca suave y la negra pesada de nicho muerto. Debo ver las posibilidades, seguramente dirigiéndome por el larguísimo camino de Santa Cruz de la Sierra al sur. Con suerte podría asomarme al Parapetí, otro de mis sueños. Vamos a ver, sopesar la realidad de aventura semejante. He dejado en mi pared un espacio para una colorida, tal vez espeluznante, máscara guaraní. En Chagall, hombres azules surcan el cielo. En el Chaco lo hacen tigres de índigo, guacamayas, aguará guasúes, lobos de patas largas, magníficos armadillos iguales a máquinas guerreras. Sí, sí, debo viajar, cuesten lo que cuesten el calor y la sequía. Para animarme, cambio en el tocadiscos y pongo a Tránsito Cocomarola, Kilómetro 11, chamamé que bailan mujeres y hombres con inusitado ímpetu. Solo una aproximación, hablamos de cosas diferentes; ah, claro, cómo, mencionando ciénagas, olvidé el Iberá, el monstruo escondido que temía de niño y de adolescente olía desde la lejanía de Embarcación, provincia de Salta.

Domingo Martínez de Irala, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Ñuflo de Chávez.

En una esquina de la avenida Beijing un negro macizo lobo desarreglado comía una manzana. Lo vi con estos ojos de vidrio.

Doblando hacia la Juan de la Rosa un cardumen de pirañas de vientre rojo perseguía a otro de pacús grises. Pensé en los colores de la naturaleza. Pasando por el lugar donde vivió Gíldaro Antezana, gallos altos de pelea con espuelas de plata cantaban encima de las ramas del desaparecido eucalipto. Espuelas de plata para matar gallos vampiros, una vieja se persigna y cae. Grita mientras un millón de insectos con mandíbula la arrastra al hormiguero para la cena de las larvas. De pronto se hace la tarde sabor naranja. Ruinas de dos palmeras afuera de cierta casa solariega arrojan dátiles podridos para el augur de las aves. Con un sorbo de ron tendríamos un trago, cubitos de hielo derramados de los nimbos.

En el edificio, la muchacha Ana trapea las gradas, ocho pisos de escalinatas con un balde de veinte litros. También he sido trabajador y miraba cómo los paseantes observaban la rítmica de la supervivencia de los pobres, uno aquí, allá otro, izquierda, derecha y march, la ruta militar. Scarlatti viene en mi auxilio de nuevo. Lo sigue Pergolesi. Hago siesta y despierto en el fragor de un filme de Jerzy Hoffman. Entiendo que es 1920 y los polacos se animan a desterrar a los soviéticos. Veo a un escriba judío sonriendo malévolamente; los cosacos hacen de sables remolinos. En la floresta cercana estará pan Apolek. Intento escapar, amo la historia pero tengo sed caballar y no aguanto. Necesito refugiarme en una habitación fresca, así obviaba el invierno dentro de los refrigeradores de Washington DC, masticando ácidos kumquats de la China y atento al reloj que pausa mi vida.

Contemplo al cerrar las persianas los cerros del sur: el Ticti, el Verde, el San Miguel cubiertos de luciérnagas titilantes, cocuyos arrastrándose por obvias callejas de polvo. Cáscaras de mandarinas, dañados plátanos del género isla en bolsas plásticas apilados en la esquina. La burra en medio del bulevar grita cuando la ordeñan para saciar la sed de los conductores. Busco a ver si sigue de pie la estatua del general Barrientos; no la veo, creeré entonces, posible, en el milagro de que hay consecuencias en la historia de este país.

Onibaba se pierde en los manglares. Sé, por cierto, que ha de regresar, pesadilla. Apilo discos compactos de música sacra, mañana es domingo. Veré si las sombras en quienes no creo son capaces de alterar la tormenta. Se anuncia detrás de los picos, truena y echa llamas al infinito. No es Kyoto sino Cochabamba, aquí no hay palacios sino casas de adobe. Pagodas que pinchan las nubes desde diversos ángulos. En una playa peruana de comida parroquianos envueltos en moscas devoran ceviches que también alimentan a los bichos voladores, al mismo tiempo. Pensé que olería a cedrón y pululan efluvios de cloaca.

Estallan poderosos cohetes, uno tras otro como bombos malditos. Están festejando el infortunio.

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