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Emociones y memoria

Andrés Canedo / Bolivia

Duermo poco, muy poco, cuatro horas al día, y temo que eso pueda afectar mi memoria, que como todas, es en sí misma frágil, porosa. En este tiempo de iniquidades, de guerras, de genocidios, en el que sin embargo sabemos, quién es el malo y quién el bueno, aunque nuestro conocimiento sea justamente opuesto a aquello que nos pregonan, la memoria, la certeza que parten desde allí, son importantes. Pero todo se prepara para que seamos rápidos en olvidar y para confundirnos con prédicas falsas. Para que el conocimiento sea falseado o se pierda. Y todo esto que sabemos y pensamos, se contradice con la mayoría de la gente que es víctima del engaño. Y no se trata, por supuesto que la mayor parte de los humanos sean malos.

A veces, cuando hemos sufrido, uno quisiera eliminar la memoria, o al menos, adquirir la sabiduría que Buda pregonaba: practicar el desapego, no intentar retener aquello que puede ser efímero, quiero decir la mujer, en el núcleo de nuestros sueños y pulsiones. Pero, por cierto, también es bueno recordar el amor, la mujer que ya no está. Sus emociones, sus suspiros, sus sonrisas; el espesor, la suavidad y la tersura de la piel; el arqueado, el abovedado de su cuerpo en el espasmo de la pasión, y sus musicales y repetidos gemidos durante la construcción del amor. Esas palabras liberadas, a veces apenas sílabas desconocidas, nacidas en el inconsciente, que significan un universo de cosas y que quieren decir mucho, cuando en realidad, en la rigidez del idioma no signifiquen nada. Esas paradojas de la expresividad exacerbada, liberada de la estrechez de lo consciente. Una boca que grita, en un idioma totalmente ajeno, pero legítimo, unas manos que se aferran, para encadenar y liberar al mismo tiempo. Tanto, claro, que eso se guarda en la memoria secreta, que posiblemente sea indemne a la prédica y la praxis cotidianas. Todo ello porque nace de la piel, órgano arcano del conocimiento profundo, del verdadero y perenne porque escapa a la razón. Tantas cosas que es preciso conservar y que sólo es posible si se fundamentan en el amor que las hace esconderse en la memoria secreta: hijos, padres, amigos, hermanos madurados en la praxis de la ternura.

Sé de la separación desde lo externo, de la grieta impuesta para apartarnos, para dividirnos, para que seamos más débiles y dóciles. Entonces, yo percibo malo al otro, el otro me percibe malo a mí. Así pretenden quebrarnos. Sin embargo, hay cosas increíbles que nos unen, que nos unifican en humanidad. La música, por ejemplo. Desde luego que hay músicas buenas y malas, pobres y sublimes. Así, me he sorprendido al ver cómo ciertos temas de ópera, la más desconocida e ignota de todas las músicas, une por medio de la emoción que se esparce como agua de manantial, a miles de personas disímiles en un auditorio. Une más, más rápidamente, más sólidamente, que las canciones de moda. He visto públicos que se han vuelto frenéticos, casi delirantes ante arias como O mio babbino caro, Un bel di vedremo, La habanera, de Carmen, Pace, pace, mio dio, Che gélida manina, y tantas otras. Canciones también, digamos, O sole mio, Granada, y cómo no, porque es parte de mí, ya que una vez hice la Régie (puesta en escena y dirección de actuación), de Pagliacci, Vesti la giubba. Un teatro, con 4.000 personas, en un programa popular y comercial de canto, estallando con estas exquisiteces. Pienso entonces en el poder del arte, en su capacidad de generarnos emociones y de engendrar memoria imperecedera. El arte, puntal de la emoción que se transformará en memoria y que quedará no solamente en el cerebro, sino en todas las partes sensibles de nuestro cuerpo. El arte, fuente de luz, sostén de la vida misma, río vigoroso que nos arrastra en la posibilidad de lo supremo. Así, la música, es más poderosa que la palabra, la música y la danza aunadas, son un vendaval que se nos cuela en los rincones más íntimos del alma. Nos unimos más desde el sentir, que desde el pensar.

Claro, hay miles de músicas sin la riqueza de notas de las antes citadas, más humildes, pero que sumadas a las circunstancias, se convierten en verdaderos himnos. No puedo dejar de pensar en las bandas de música, bolivianas, de bandas en sentido clásico. No puedo dejar de emocionarme al recordar, cómo al surgir acordes de “Jumechi”, en el oriente del país, o de los boleros de caballería, en el occidente, se me erizaba el alma. Se me revigorizaba el sentido de la belleza. Además, es cierto, hay mucho, mucho más. De esa manera, más mansa, más sencilla, recuerdo por ejemplo Abril en Portugal, tema ya viejo cuando siendo jóvenes lo bailamos una noche de fiesta, con la mujer de mi vida, pues a pesar de la música clásica que solíamos escuchar juntos, me cimbra en el recuerdo que nace en el alma, pues fue justo esa danza, el preludio al mutuo cimbrar de nuestros cuerpos en la primera indagación de la pasión que empezamos a aprender aquella noche. Ella cimbrando desde la firme base del núcleo de sus muslos, ambos cimbrando desde la esencia del aliento. El amor había invadido nuestros senderos, se había inmiscuido entre nuestras pulsiones de vida, y traccionaba nuestras existencias hacia la sublimidad infinita. Y eso se volvió memoria, vivencia abisal, empuje fabuloso a perpetuar nuestra sed de cosmos, de vida terrenal y etérea. A ella se la llevó la muerte, es cierto, pero de alguna manera, desde mi pobreza humana puedo recuperarla siendo lo que traigo, nada más que un espíritu, algo que no obstante la memoria de mis manos, ya no puedo tocar. Por eso, por todas esas recuperaciones, debería dormir más, esmerarme en el sueño que repara, que revitaliza, para que el insomnio de cada día, no me mate la recordación.

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