Yo lo quería al viejo. Era loco, cascarrabias, malhumorado, a veces algo cabrón, pero yo lo quería. Conmigo siempre fue muy correcto. No voy a decir que éramos amigos, porque mentiría, pero nos teníamos respeto.
Conversábamos siempre dentro de los límites de cada uno, nunca, ninguno de los dos, intentó cambiar al otro, pero nos aceptamos con mierda y todo. En realidad fuimos descubriéndonos de a poco, desde aquella primera vez, siempre que nos encontrábamos, algún secreto salía a la luz.
Una tarde en que íbamos para el mercado, desde la ventanilla de su camioneta, vio a un chango que le debía plata desde hacía tiempo, y era medio perezoso para pagar. Ahí nomás se bajó y lo quiso ajusticiar con un machete que llevaba debajo del asiento. Yo me le colé en el medio, y agarré al fulano por la solapa, poniendo distancia entre él y el viejo, que entendiendo el ardid, se calmó, y todo quedó en una advertencia.
Era así de arrebatado, y yo lo entendía. Había vivido muchos años y ya no tenía ganas de ser el hazmerreír de nadie. Pero a veces no se daba cuenta del alcance de sus actos.
De ese modo nos fuimos descubriendo, comprendiendo, y aceptando. Los dos teníamos el mismo concepto con respecto al valor de la palabra, aún en lo más mínimo. Y así aprendimos a estar seguros de que donde uno lo necesitara, estaría el otro, sin dudarlo. No había trato, ni contrato, ni pactos ni abogados. Solamente un llamado por teléfono, y ahí estaba el otro.
Después de algunos años, en los que se había consolidado aún más la relación, tomando un café en El Bar de las Morenas, que era donde siempre nos encontrábamos, se animó a confesarme que estaba jodido. Era un cáncer de pulmón. No me pareció extraño, del modo que fumaba. Lo verdaderamente extraño era que hubiera llegado a esa edad sin tenerlo, unos doce años más que yo.
Se me ocurrió preguntarle si pensaba en comenzar a cuidarse, pero casi instantáneamente y, antes de que yo pudiera abrir la boca, me aclaró que el médico le había dicho que no había vuelta atrás, que cuidándose podría ampliar ese lapso, pero quién ¡querría ampliar una agonía! Con esa sentencia aclaró cualquier duda que yo pudiera tener.
Tengo que acelerar algunas cosas, así que por unos días voy a estar ocupado con escribanos y abogados. No voy a dejar nada para que se lo coma el estado. Igual, cualquier cosa, llamame. Pagó el café y se fue.
Habrán pasado dos mese y medio cuando volvimos a vernos. Estaba flaco, desmejorado, pero caló enseguida que yo andaba con problemas. Un rufián que pretendía extorsionarme con unas fotos, pero que si las hacía públicas me cagaba la vida ¿Lo conozco? Me preguntó el viejo. Yo le pasé el dato, no sabía si lo conocía o no. Supuse que sí, aunque nunca me especificó nada.
Eso fue un jueves. El sábado a la noche me llamó: Te necesito. Fue todo lo que dijo, y fui. Vamos a llevarlo a las afuera de la ciudad, ordenó, hay un loteo cerca del río, donde a nadie le va a llamar la atención. Cuando el bulto calló de la chata del viejo al piso me di cuenta que me había resuelto uno de mis problemas. Hice lo que su experiencia me indicó y nos volvimos al Bar de las Morenas a tomar unos vinos. No se habló del tema, no se hizo mención a nada. Me cansó el esfuerzo, dijo el viejo, y se fue a dormir.
Era la primera vez que yo vivía un hecho semejante, no tenía ni idea, me había dedicado a obedecer las órdenes del viejo, y todo parecía tan tranquilo, tan naturalizado. Me quedé tomando unas ginebras hasta que sentí la necesidad de dormirme. No volví a verlo por los próximos diez días. Recibí una llamada del hospital y me fui urgente.
Estaba en la cama, flaco, chupado, con un color extraño en la piel, intubado, y apenas si podía sostener el lápiz para escribirme: “Soy un cabo suelto a eliminar, no me dejes libre”. Y me dio el papel como a escondidas, como queriendo que no lo viera nadie. En ese momento entró una enfermera e inyectó algo en la guía que pendía del suero y me dijo ¿Es su papá? la morfina es lo único que lo mantiene sin dolor. Y me fui inmediatamente.
Repasaba su papel, escrito con letra torpe y desesperada. No podía saber con certeza si ese mensaje era un acto de conciencia o un desvarío adormecido por la falopa. Me estaba pidiendo echar por tierra toda nuestra relación. Lo que habíamos logrado construir a partir de la lealtad. Él, el único ser que me había demostrado el valor de la palabra, me estaba pidiendo lo peor.
Lo pensé durante toda la noche. A la mañana siguiente me fui al hospital para decirle que no contara conmigo, y al llegar me encontré con que había tres policías en su cuarto. La enfermera, que siempre creyó que se trataba de mi padre, se adelantó para contarme que había estado hablando de muertos y personas enterradas en el río. Puede ser efecto de la morfina, pero igual tenernos la obligación de avisarles, de contó.
Cuando me acerqué a su cama, el viejo me miró y cerró los ojos para darme confianza. Entorné la puerta y apoyé la almohada sobre su cara hasta sentir que desaparecía. Fue una pena. Yo lo quería al viejo. –