Márcia Batista Ramos
Abrí los ojos y supe que era huérfana, como los perros y los gatos callejeros o los niños de la literatura victoriana que siempre son desfavorecidos y a menudo menospreciados, abriéndose paso en el mundo sólos, sin ayuda, casi siempre desprendiendo soledad y angustia como los gatos y perros callejeros. Sin saber que la orfandad, es el sentimiento de desamparo que está en el alma de todos los humanos desde del vientre hasta la tumba. Por eso, nos aferramos a la promesa que está escrita: «No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros» (Juan 14:18). Entonces, nos enseñaron a esperar que se cumpla la promesa en la certera muerte, en la tumba oscura y solitaria, mientras el cuerpo se descompone… La promesa era para aminorar el miedo a la muerte que carcome las uñas, los ojos y las heridas.
En la muerte no existe selfis, ni ropa, ni sábanas purpuras. En el estómago apenas resistirá el hueco gigante del hambre y del miedo. El dolor ulceroso se agrandará y en la oscuridad profunda, los gusanos se moverán. El rigor mortis se inicia en los párpados después, desciende por la mandíbula y los músculos del cuello, hasta llegar a los pies. De manera que el muerto no puede oler el perfume de tantas flores que llevan a su funeral.
Abrí los ojos y supe que era un personaje trágico y desesperanzado signado por la calamidad y las penurias, porque nací en un planeta en guerra dónde impera la ley del más fuerte y los bombardeos casi siempre son nocturnos y primero lastiman a los perros y gatos callejeros, para después, profundizar las heridas en los huérfanos, porque somos los más propensos a la tragedia, para recién atacar a los otros y llevarlos al descenso de la prosperidad y al sufrimiento generando caos, también, a ellos que estaban cómodos en sus poltronas leyendo en el periódico del día sobre la orfandad colectiva de la nación, dónde todos son huérfanos de un orden social que ha abandonado las responsabilidades que tenía para con sus ciudadanos.
Mientras los misiles y cohetes hacen fiesta en los cielos antes de destruir todo lo que hay en la tierra, un hombre que aprendió a leer en el orfanato de monjas dónde abrió los ojos, lee la promesa: «Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Romanos 8:15).
El destino de no haber nacido en una tribu de gitanos y viajado en carroza por el mundo, ni haber aprendido a cantar una triste canción romaní que añora a la madre muerta, me hace diferente a los huérfanos gitanos.
Mi viaje al destierro, selló la orfandad de los abandonados que sólo es recordada en las mañanas de domingo a camino de la misa para escuchar la promesa de que ya no somos huérfanos: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19).
Los medios, morbosamente, muestran a los huérfanos palestinos, ucranianos, libaneses y otros… Mientras los perros y gatos callejeros abrieron los ojos y se percataron de que su orfandad es igual a la mía.