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Será la primavera

Cada vez que algo marcha mal me subo el Garabitas, uno de los tres cerros de la Casa de Campo. Se trata de un camino por momentos de tierra, con parches de asfalto y gravilla, que describe un trayecto flanqueado por pinares y chopos y arbustos, de sur a norte, de unos cuatro o cinco kilómetros dependiendo la ruta que se elija. Una cuesta de al menos una hora de marcha. Yo procuro demorar más de la cuenta, ir en zigzag, agotar los pensamientos hasta dejarlos poco más que como anécdotas. Lo hago a conciencia, parece que me encanta sufrir y procuro dilatar el drama, relativizar todo para sentirme insignificante y absolutamente prescindible. Hoy llegué jadeando a la torre de vigilancia, en lo alto del cerro. El corazón me palpitaba con fuerza, y no era por el esfuerzo. Me senté a un lado a recuperar el aliento, a ordenar la artillería con que buscaba herirme. A eso había subido, claro. Escribí con una ramita la primera inicial de tu nombre y lo borré inmediatamente con el pie. Es jodido esto de enamorarse a ciertas edades. Será por las circunstancias, la carga que se suele llevar ya de por vida, hasta que la muerte nos separe de ellos; o a lo mejor por los resabios del acostumbramiento y el desencanto. Lo supe en cuanto te vi la primera vez y sentí una especie de vergüenza ajena, de miedo, vaya, y me lo repetí anoche, hasta que el agotamiento me abrazó a la almohada y pude dormir.

También lo recordé esta mañana, y por eso cogí la mochila, metí una fruta y una botella de agua y te invité a pasear por la Casa de Campo. Te hablé del Garabitas y de cómo el bando sublevado llegó allí para quedarse, de cómo Lister lo recuperó fugazmente para el bando republicano para perderlo unas horas después. También te señalé la posición de las trincheras, y la de las baterías artilleras que bombardearían Madrid durante un par de años, el paso fugaz de Durruti… Hice una pausa para robarte un beso y me abrazaste por la cintura. Sentí el tenue perfume de tu cuello que aún conservo en el olfato del corazón.

Me quedé un buen rato sentado junto a la torre de los guardas. Bebí un par de tragos de agua y corté la manzana en dos. Ante tu ausencia eché tu mitad a una liebre, camino abajo. Te fuiste difuminando al llegar a la puerta de Dante, junto al Alto de Extremadura. Para cuando llegué a casa ya no estabas, y el aroma de tu perfume era una puñalada a mi olímpica soledad. Mañana nos veremos en el curro. Me preguntarás, como siempre, qué tal estoy, y yo me atreveré a decirte que loco pero que muy loco por ti, y sonreirás como sueles hacer. Y yo me sentiré patético. Entonces te diré que no te preocupes, que ya se me pasará, que será la primavera, que no entiende de desasosiegos ni batallas, vencedores o vencidos, amores o desencuentros, o, como en este caso, ni de mí y mucho menos de lo que siento por ti.

Será la primavera, que me hace salir de la trinchera para recordarme que el foso no era mi propia tumba, no se trataba del final de ningún camino, sino un foco de resistencia, de vida agazapada, de ese algo inasible que me empuja a verte cada día como si fuera el último, aunque no lo sepas. Y ya pierde vigencia el mundo, los conflictos armados, las injusticias e iniquidades, las dudas sobre el porvenir de los nuestros, e incluso el curioso pasatiempos de escribir ficciones sin esta reivindicación, esta inopinada forma de amarte, de necesitarte, de dejarnos sin adioses, con un simple hasta mañana.

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