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Censo 2024: “Aquí todos somos sangre sucia”

Un censo es un proceso técnico de recolección de información para el diseño de políticas de desarrollo. Pero, como cualquier tipo de mecanismo, su instrumentalización no tiene nada de técnica y mucho de política. Los actores políticos se sirven del conocimiento en todas sus formas para representar sus discursos e intereses como “patrióticos”, “científicos”, “populares” u orientados al “bien común”. Por el pueblo, por los pobres, por la patria. ¿No hemos vivido lo suficiente como para vislumbrar que esos motivos se han utilizado demasiadas veces para justificar la desmesura de nuestros gobernantes?

El censo 2024 fue gestado desde la conflictividad posterior a la casi guerra civil de 2019. La pugna por la redistribución de recursos de la coparticipación tributaria, la elaboración de un nuevo padrón electoral y la repartición de escaños parlamentarios, fueron algunos de los móviles para que fijar la fecha del censo se vuelva una contienda que escaló hasta generar rupturas entre el poder central del Estado y Santa Cruz. Al MAS no le convenía colocar en la agenda política ningún tipo de redistribución que beneficie al bastión de la oposición política, por tanto, fraguó un plan para aplazar el censo hasta finales de 2024, con la intención de que sus resultados no le sean adversos. En Santa Cruz, diversos actores locales impulsaron una lucha por el censo con un horizonte nacional, pero, gracias a la incompetencia de sus líderes, principalmente Luís Fernando Camacho, esa lucha se atrofió y degeneró en conflicto regional. Semanas de paro, bloqueos de caminos y de las principales vías de la ciudad. Autoflagelo para conseguir la fijación de una nueva fecha y la promesa de que los resultados del censo sean vinculantes en los rubros económico y electoral antes de las elecciones nacionales de 2025. Una victoria con sabor a derrota para muchos cruceños. Finalmente, el censo se realizó y ahora debemos esperar los resultados que posiblemente generen nuevos conflictos indiferentemente si estos cumplen con las expectativas de las regiones o benefician al poder central del Estado.  Uno de esos resultados será crucial: la autoidentificación étnica.

En el censo 2012 dije que era chimán, el censista me miró extrañado y dijo: ¿Chimán, seguro? Yo le dije que sí, por esas épocas se sentían los efectos del conflicto del TIPNIS y, como muchos paceños, me sentí identificado con la lucha de los pueblos de tierras bajas, frecuentemente relegados a un segundo plano en nuestra historia. Este año mi adscripción étnica fue el «NO», hubiera sido hipócrita identificarme como aymara o quechua desconociendo el idioma, la historia o sin sentirme parte de esos pueblos. Durante muchos años se les ha dado demasiada importancia a las particularidades y al tema de las identidades, al punto que es muy difícil pensar en Bolivia como una comunidad viable. En medio de tensiones y el despertar de odios inmemoriales, se suele olvidar los factores comunes y cotidianos que comparten millones de habitantes de este país. Lo triste, es que gran parte de ese desprecio mutuo es impulsado y beneficia a los políticos de todas las adscripciones ideológicas.

Hace un tiempo, pasando clases con jóvenes de extracción popular, les pregunté cómo se identificaban, esperando que quizá me digan: «indio, indígena, aymara, mestizo» o cosas por el estilo, grande fue mi sorpresa al recibir respuestas como: «bolivarista, paceño, católico, cristiano». En pleno siglo XXI es muy difícil autoafirmar identidades demasiado rígidas. En el caso de la adscripción étnica, en una época en que los efectos de la globalización se dinamizan mucho más rápido, creo que un joven se siente más seducido en autoafirmarse como samurái, vengador, estrella de k-pop que a adscribirse a pueblos y naciones tan patéticamente descritos, como usualmente se representan a los «pueblos indígenas». Cuando yo terminaba el colegio y me hablaban de los aymaras, me decía: «Dominados por los Incas, dominados por los españoles, dominados por los republicanos, ahora siguen dominados por quién sabe quién. Algo debieron hacer muy mal». Muchos años después, lejos de la imagen violenta que legaron Fausto Reynaga y Felipe Quispe, veo a los aymaras como un grupo diverso, a ratos indiferente, astuto, pero sobre todo pragmático, con ese pragmatismo característico de otros pueblos de comerciantes y mercaderes. Quizá los divulgadores de la adscripción étnica están errando el camino, o mejor, la mirada sobre lo que quieren divulgar.

Hace unos meses, experimentando con TikTok, subí una entrevista que di en Radio Fides sobre mestizaje. Una usuaria joven comentó mi video: “Tanto lío nos hacemos en Bolivia por nuestro origen ¡Aquí todos somos sangre sucia!”. Sin duda Harry Potter marcó el imaginario de las nuevas generaciones, pero ese comentario también es sintomático del debilitamiento de la cuestión étnica. Los resultados del censo 2012 mostraron una caída considerable en el porcentaje de bolivianos que se adscriben a algún “pueblo indígena”. Si esa tendencia se confirma en el censo 2024 se podría concluir que Bolivia, tan cerca de su bicentenario, transita hacia un imaginario colectivo más allá de lo indígena. Ese cambio repercutiría en la forma en que nos vemos como país e implicaría una transformación estructural desde la fundación de la república. ¿Podremos finalmente jubilar al viejo Zavaleta y a sus torpes seguidores, que siguen repitiendo como un mantra: “Bolivia será india o no será”?

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