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El anacoreta

En la provincia de Terni, en Italia, más precisamente en la ciudad de Orvieto, ciudad que se destaca por sus vinos, su necrópolis etrusca y sus antiguas catedrales, hay una capilla maravillosa, que lo transporta a uno en el tiempo, con frescos de Luca Signorelli, donde se representa el día del juicio final con los muertos que resucitan y salen de sus tumbas.

Allí me encontraba yo admirando esa enorme manifestación de esperanza eterna o de gigantesco consuelo religioso, si se quiere, cuando me vino a la memoria el apergaminado rostro de Eliseo Katchovf, de él se decía en mi pueblo que había resucitado setenta veces, y alrededor de esta teoría fantástica se tejían más de cien anécdotas distintas que desembocaban todas en la resurrección del hombre.

Por otra parte, Eliseo no se esmeraba en desmentir nada, claro, tampoco lo afirmaba de ninguna manera. Es que el hombre era casi un ermitaño en sus dominios, nunca se lo vio hablar con nadie, ni recibir visitas y cuando se llegaba hasta la proveeduría para comprar sus vituallas sólo ponía sobre el mostrador de Don Lisandro una lista escrita a mano, con fea y despareja letra de imprenta, con las cosas que iba a necesitar, luego pagaba, cargaba los bultos en su vieja estanciera y se volvía a su rancho sin decir un sola palabra.

Tenía el porte de un hombre de los que ya no se encuentran, medía casi dos metros de altura y debía haber pesado más o menos unos ciento cincuenta kilos, pero no era un hombre gordo, podría decirse que era todo de músculos, el contorno de su cuello coincidía casi con el de su cabeza, cuyo volumen, era idéntico al de sus bíceps; sus inmensas manos estaban curtidas por el cruel trabajo del campo y la tierra al aire libre, las inclemencias del tiempo, el calcinante sol de las jornadas y el inexorable paso de los años le habían dibujado una infinidad de surcos muy profundos en el rostro casi siempre escondido debajo del ala ancha de su sombrero, pero en donde igual podían identificarse un par de ojos muy claros, de allí que algunos en el pueblo (generalmente los más viejos) lo llamaran “el polaco”.

El rancho del polaco quedaba en las afueras del pueblo, por el camino que llevaba al cementerio viejo, unos trece kilómetros al oeste, la segunda entrada, setecientos metros para adentro se encontraba la primera tranquera para ingresar a las siete hectáreas de su propiedad.

Hasta ese lugar llegábamos de pibes, en el pueblo, haciendo apuestas a la caída del sol. Es que, si bien hoy, a los ojos de mis años nada resalta de la normalidad, antaño asustaba. En el arco de la entrada, pendía ese inmenso madero en donde se podía leer, tallado a cuchillo, en latín, una invocación a la benignidad celestial. “Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda; quando Coeli movendi sunt et terra. Dum veneris judicara saeculum per ignem”  (Líbrame, Señor, de la muerte eterna, en ese día tremendo, cuando temblarán los cielos y la tierra; cuando vengas a juzgar al mundo con fuego).

Las “pruebas” de la resurrección de Eliseo que circulaban por todo el pueblo no eran pocas. En primer lugar, ningún habitante vivo, ni aun los más ancianos, tenían memoria de haberlo visto con una imagen distinta a la de ahora, es decir, nadie lo recordaba joven o niño. En otro orden de cosas, algunos de nuestros sabios de cabellos blancos aseguraban haberlo visto morir en un duelo y haber sido enterrado junto a las antas con un rito aborigen. Como si eso fuera poco algunas mujeres comentaban en el mercado que para los ciclos del solsticio de marzo y el equinoccio de septiembre se lo podía ver cabalgar desnudo con una tacuara en la mano, alrededor de una hoguera en la que, a la salida del sol, sacrificaba una muchacha virgen con la cual había copulado.

Hasta llegaron a decir que trabajaba para Satanás capturando almas ambiciosas que se entregaban por el amor de alguna muchacha, o por fortunas cuantiosas, o éxitos desmesurados, o simplemente por poder.

Estas y un ciento más eran las leyendas que oficiaban de pruebas improbables a la hora de hablar de este hombre misterioso, silencioso, introvertido, que no charlaba con nadie ni para dar los buenos días, y al que nadie se animaba a dirigir la palabra, pero que de a poco fueron desplazando con su nombre propio para identificarlo como “El resucitado”.

Era cómodo vivir así con la leyenda y el personaje dando vueltas alrededor de la mística pueblerina, pero había alguien a quien esa comodidad le resultaba patética y deseaba alterarla desde que era un niño, su nombre es Claudio Stherphendbakc (léase “Sherfenbac”).

Claudio solía saltar la tranquera y correr por el sendero que llevaba hasta la entrada propiamente dicha del rancho del resucitado; o cuando veía su estanciera estacionada en el pueblo se acercaba a espiar por los vidrios para adentro.

Fue él el que trajo, a la barra de pibes, la noticia de que el resucitado siempre se acompañaba de “una escopeta y un machete con un filo capaz de cortar un pelo en dos”, del mismo modo que una vez vino con la noticia de que la noche anterior se había metido en el terreno y mirando por la ventana lo había visto recibiendo la visita de una mujer joven que venía de la ciudad.

Como era de esperarse, con el pasar de los años Claudio se convirtió en el periodista del pueblo, dueño de la única emisora de radio de frecuencia modulada, que acababa de anexar un pequeñito estudio de televisión cerrada, es decir por cable, construido en un garaje recién edificado, desde donde emitía un informativo diario local y de un semanario llamado “La voz de la conciencia”, que hacía imprimir en Industrias Gráficas Del Mar, que era la imprenta que su suegro tenía en el poblado vecino, a cuarenta kilómetros al norte.

Nunca pudo estudiar como él hubiese querido, pero el oficio de periodista lo ejercía con absoluta dedicación y sin restricciones. Las fuerzas vivas se dividían en dos, entre los que lo respetaban y los que le temían, pero en ambos casos él se lo había ganado con el ejercicio de su profesión. Investigaba los hechos con una profundidad inusitada, como él mismo solía decir “iba hasta el hueso”, y se jactaba de ser independiente ya que ninguna de las empresas de la zona anunciaba en su radio ni en su semanario. Todo lo costeaba de la escasa venta de suscriptores y de su bolsillo. Cabe aclarar que también tenía unos campos heredados de un tío abuelo que le daban buenos dividendos.

A Claudio, la vida de Eliseo, siempre le quitó el sueño. Fue como una espina clavada. Aseguraba que nada de lo que se decía tenía veracidad y que en algún momento, él, iba a descubrir la verdad y la iba a develar. Lo aseguraba cuando niño y nos juntábamos a dar vueltas en bicicleta, lo siguió asegurando de adolescente y jugábamos a la pelota en la canchita chica del club “Honor y Patria”, cuyo presidente era su tío; y lo siguió asegurando de joven cuando nos encontrábamos, a la salida del baile, en el bar de Renzo, que era el único que nos tenía la vela con unos pebetes de jamón y queso y un par de vermuts hasta las cinco de la mañana, que nos íbamos, con él, al barcito de la estación, a tomar café con leche recién hecho porque a esa hora pasaban los obreros de la metalúrgica que entraban a las seis y desayunaban allí.

Una mañana, bien temprano, antes de que el sol despuntara sus primeras luces, Claudio cargó en su camioneta a un camarógrafo con todo su equipo, un iluminador, un sonidista, buscó baterías para su grabador y se encaminó hacia los dominios de Eliseo dispuesto a no recibir un no por respuesta, decidido a solicitarle un par de horas de conversación grabada y filmada y convencido de que él poseía la actitud más que suficiente para cautivar al hombre y someterlo a su interrogatorio.

Sabía que iba en camino de una empresa arto difícil tanto como sabía que lograrlo significaría una nota más que trascendente en nuestro humilde terruño, y se hallaba decidido a no cejar en la tarea, después de todo él era el cuarto poder.

Al traspasar la tranquera de entrada recibió la primera sorpresa, una jauría de perros se le vino encima obligándolo a meterse urgente al vehículo y cerrar hasta las ventanillas, contra las que se estrellaban las fauces abiertas de aquellos animales. Contó doce y recontó, por las dudas. Eran doce nomás.

Continuó la marcha en primera y a paso de hombre, para no dañar a los animales, aunque su verdadera intención era pasarles por encima.

Al llegar a la puerta de la vivienda vio al hombre parado que con un chasquido de dedos calmó a las bestias feroces que lo rodearon enseguida y se echaron a sus pies como dulces mascotas.

Claudio descendió de la camioneta y se acercó temeroso, Eliseo estaba inmóvil, apacible, con la mirada severa de costumbre y una serenidad de océano; bombachas de campo, alpargatas, una camisa suelta arremangada hasta la mitad del antebrazo, su sombrero de ala ancha y una ramita en la comisura de su boca a modo de palito de mondar.

Los recibió con cordialidad invitándolos a pasar a la casa sólo con un gesto de la cabeza, una vez adentro lo primero que hizo fue preparar el mate, no pronunció una sola palabra, pero los escuchaba con atención, observaba con curiosidad el despliegue tecnológico del asistentes de Claudio, y accedió con una mueca a la propuesta.

Sentados frente a frente Claudio se dio cuenta que la misión no le iba a resultar como la había pensado, aquel hombre que no hablaba, el resucitado, Eliseo Katchovf, tenía en su silencio una personalidad arrolladora, a punto tal que podría decirse más cautivante que cualquier palabra que éste pudiera pronunciar.

En un momento en que ambos se encontraban solos Eliseo le pasó el mate a Claudio, y al mismo tiempo, mirándolo fijo a los ojos le espetó:

  • ¿Qué desea? – La tentación lo superó de tal manera a Claudio, que

no se detuvo a pensar siquiera un poco lo que estaba por decir, y sin ningún pudor, aprovechando que sus colaboradores se hallaban todos afuera de la vivienda, descaradamente preguntó:

  • ¿Es cierto que hay que hablar con usted para venderle el alma al

Diablo?

Inmutable, y con gélida mirada, Eliseo exclamó, “Acá vamos ¡¿El alma al Diablo?! ¿Y a cambio de qué?”

  • ¡A cambio de fortuna, mucha fortuna, de éxito, de progreso y de

 poder, quiero todo el poder que se pueda! Después de todo ¿soy el cuarto poder, o no? ¡Quiero que me teman o me respeten…! Así, sin medias tintas.

El anacoreta, encerrado en un silencio que cayó, pesado como un telón al final de la obra, le sacó el mate de las manos, sin dejar de mirarlo a los ojos, y le respondió:

  • Si es así mi amigo, quiere decir que su alma ya es del Diablo. –

Y dio por terminada la entrevista.

Claro que esto me lo contó, después de unos años, el mismo Claudio Stherphendbakc, una tarde en que lo fui a visitar, en el hospicio. Pobre, estaba solo, nadie iba.

Habría que ver si es cierto que se animó a entrar al rancho. Para mí que no.

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