A veces pienso que vivimos en el mejor mundo en el que podríamos vivir. Pero otras veces también pienso que habitamos el peor mundo de todos. El mundo contemporáneo es muy complejo, cambia con celeridad (modernidad líquida, Z. Bauman) y todo lo que ocurre en él nos deja perplejos. Bien decía el antiguo Heródoto que el mayor misterio no es ni el pasado ni el futuro, sino el presente, el tiempo actual, que no se deja interpretar ni por los pensadores más experimentados.
Recuerdo que hace muchos años, cuando era todavía un adolescente, mi deseo era ser padre de tres o cuatro hijos. Hoy, ese deseo ha cambiado, y no porque ya no anhele ser papá, sino por el número de vástagos que creo que podría tener (sostener). Una de mis bisabuelas paternas tuvo doce o trece hijos… Hoy ¿qué mujer (o qué joven en edad de procreación) en sus cabales querría tener una docena de críos llorones y hambrientos? Sospecho que ninguna, y no solo porque pensaría —creo que razonadamente— que el dinero no le alcanzaría para alimentar a tantas bocas, o porque el agua dulce del mundo parece acabarse, sino también porque es posible que doce preocupaciones la terminarían aniquilando debido al estrés que siempre supone ser buen padre o buena madre. Supongo que esos miedos, esas previsiones, no existían —o al menos no tan pronunciados— hasta hace unas cinco o seis décadas.
Si nos ponemos a pensar cómo será el mundo dentro de unos treinta o cincuenta años, no se puede ser muy optimista. ¿Cómo estará el medioambiente? ¿Cómo será el mercado laboral para quienes recién estén ingresando en él? ¿Cómo habrá cambiado el mundo la inteligencia artificial? ¿Y qué ocurrirá con la sobrepoblación? ¿Será el de mañana, como muchos pensadores creen —e indican las estadísticas—, un mundo de muchos longevos y de pocos jóvenes? Sin embargo, puede ser también que la tecnología, la ciencia y el capital venzan los más graves problemas que hoy nos infunden miedo, y que el mundo de entonces, ergo, no sea tan gris como nos lo imaginamos. Si ponemos la historia en una báscula y contrapesamos el siglo XXI con, por ejemplo, el Medioevo, a primera vista notaremos que en aquel hay mucho más brillo y libertad que en este… pero todo depende de cómo enfoquemos las cosas. Pues también puede ser que, en muchos sentidos, la época medieval sea más luminosa, al menos para el ser humano de Occidente, que el decadente y autoritario siglo XXI. En este sentido, podemos ver que en la historia no todo es progreso ascendente o lineal y que muchas tendencias históricas podrían ser cíclicas.
Ante estas incertidumbres, antes estos revuelos, ¿qué actitud podemos asumir hoy? Existen dos, según mi modesto entender: 1) el miedo y 2) la perplejidad. El miedo tiene que ver con el fatalismo, con la idea de la inminencia o la inexorabilidad del devenir. Esta actitud la demuestran sobre todo los religiosos de varios credos. La perplejidad, por el contrario, es la duda, el escepticismo, la humildad, la modestia; la admisión de la propia ignorancia. (No obstante, la perplejidad no suprime la cualidad espiritual que puede tener uno.) ¿Y cuál de las dos actitudes es la mejor? Desde mi punto de vista, la segunda, pues supone la permanente búsqueda, la superación constante, además de la posible valoración positiva de las cosas buenas que hoy posee nuestro mundo. Pese a que creo en lo divino, pienso que el ser humano puede (y quizás debe) precautelar por la supervivencia de su especie, al menos hasta que ya no haya más alternativas. Creo que, en este mundo acelerado y líquido, en este esprint de productividad y rentabilización del tiempo, hay que ir en dos direcciones simultáneamente: la de la contemplación, la espiritualidad, la poesía y el arte, que nos transporta hacia la idea de la trascendencia y lo infinito, por una parte, y la de la conciencia de que somos nosotros los que podemos hacer que la vida se prolongue un poco más, cuidando lo verde, asumiendo acciones claras y, como cantaba Machado, haciendo camino al andar.
El ser humano siempre ha tenido problemas a la hora de valorar con justeza su presente, su propia época. No sabemos, entonces, si lo que hoy vivimos como humanidad es tan negro o tan luminoso como nos lo pintan ciertos políticos, empresarios o pensadores fatalistas.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario