Guillermo Almada
La belleza de la ciudad de Funes radica, inescrutablemente, en la amplia variedad de sus jardines.
Los jardines de Funes encierran una leyenda que ha trascendido, por lo menos, el último cambio de siglo. Y que “La Sociedad de los Antiguos” -formada originalmente por los siete pobladores pioneros del pueblo, de los cuales se decía que eran brujos-, fueron relatando a sus descendientes, bajo promesa de su no divulgación, a fin de evitar que todo el mundo se mudara a vivir en lo que ellos consideran su paraíso.
Esa leyenda advierte acerca del hechizo que producen los jardines de Funes sobre quienes compran o construyen su vivienda en dicho asentamiento, pero sobre todo, declama el conjuro que habrá de usarse cuando exista un hechizo adverso.
Es que quienes efectuaron originalmente ese maleficio fueron, nada más ni nada menos, que las Damas del Orden de Roldán, en su afán por mantener lo que ellas consideraban, una distancia prudencial deshabitada, antes de llegar a su comuna. Que se queden en Funes, decían. Y emitían cualquier clase de embrujo.
En este orden de cosas, quienes hayan caminado por las callecitas de Funes habrán podido apreciar la vasta variedad de jardines que las adornan. Los hay adelante o atrás de las viviendas, también abiertos, prolijos e iluminados; o alambrados y desprolijos; y están los encerrados. Estos tienen la particularidad de estar rodeados por un muro de ladrillos, de entre un metro ochenta y dos metros de altura, ocultando, a la vista del paseante, todo lo que entre esos muros se encuentre.
En la intersección de las antiguas calles De La Pasión y El Olvido (Cabe aclarar que las calles son renombradas cada tres años para dificultar la filtración de la leyenda), se erguía una hermosa casa de dos plantas, habitada por nuevos pobladores que, se presume, descreían del mito, y a pesar de haber amurallado su jardín, por una descuidada hendija, podía verse una fuente, en cuyo centro lucía la imagen, en mármol, de una bellísima joven, ataviada por una fina túnica, y portando un cántaro en su mano derecha. Puedo asegurarlo porque yo mismo la vi, una noche en que pasaba por allí buscando la casa de mi viejo amigo, André Berger, conocido, en el barrio, como El Francés.
Ya instalado en su casa, lo primero que hice fue ponerlo al corriente del suceso de la fuente, me miró, con cara de arquero que la tiene que ir a buscar adentro, y me dijo que él pasaba todas las mañanas por esa esquina y que había visto la fuente, pero con la imagen de un mancebo. En ese momento hizo su entrada la flaca, su eterna compañera, con la cena, e interrumpimos la conversación.
No obstante, la duda se había generado en mí. Recordé a mi viejo profesor de periodismo, que siempre me decía, que ante la duda, se debía analizar el origen de la información. Así que decidí que a la mañana siguiente iría, personalmente, hasta esa casa para hacer las averiguaciones pertinentes.
Así lo hice. A las diez de la mañana toqué el timbre de la vivienda, y, para sorpresa mía, quien me abrió la puerta fue justamente la niña de la fuente.
Fue tal mi estupor que no pude articular palabra. Ante mi balbuceo inentendible la jovencita puso unas monedas en mi mano y se volvió a encerrar. Cuando recuperé la tonicidad muscular, el habla, y el movimiento, di vuelta la esquina para ver nuevamente esa fuente, y, efectivamente, mal que me pese, había en su centro la imagen de un muchacho. Me fui rápido a casa, dubitativo, estupefacto, con la idea de volver por la noche. Así pude corroborar lo insólitamente cierto. Que la estatua de la fuente cambiaba según la hora del día en que se la viera, de noche era una bella dama, y de día, un apuesto joven.
Cuatro días con sus noches estuve encerrado en mi habitación, con libros de historia, enciclopedias, atlas, cavilando al respecto. A la quinta noche fui a buscar al Francés para mostrarle el llamativo misterio, y pedirle que me acompañara a hablar con los dueños de casa.
Al tocar el timbre nos recibió un joven muy amable, con la voz suave, y atento en sus gestos, pero evidentemente colmado de tristeza. Nos presentamos y muy respetuosamente, tras ponerlo en tema, le solicitamos que nos permitiera ver la fuente que ostentaba en su jardín trasero. Enseguida los ojos se le llenaron de lágrimas, y con un paso atrás nos franqueó la entrada.
Delante de la fuente había un sillón instalado, haciendo evidente que allí alguien se sentaba, pasando largas horas observándola. Cuando le dije que había estado la semana anterior de mañana y que esa moza, que hoy era la estatua, había sido quien me abrió la puerta, rompió en llanto, se desmoronó sobre el sillón y nos contó su sufrimiento:
Recién casados, con su joven esposa decidieron comprar esa casa en Funes y mudarse cuanto antes; la misma noche que lo hicieron escucharon, a la madrugada, ruido de vidrios rotos, cuando él llegó al living investigando el origen de esos ruidos, efectivamente, habían arrojado una piedra con una nota atada. Al leer la misiva se dio cuenta de que se trataba de un hechizo efectuado por Las Damas Del Orden de Roldán. Quiso advertir a su esposa, pero ya era tarde.
Nos acercó la esquela que guardaba celosamente en un cajón de su escritorio, bajo llave, y en ella podía leerse:
“COMO EL SOL Y LA LUNA, REINAN EN EL AÑIL, REINARÁN USTEDES EN SU EDÉN”
Ese era el hechizo. Y desde entonces viven, el uno de día, y el otro de noche. Solo se encuentran algunos segundos dos veces al año, para los equinoccios.
Afortunadamente para ellos, mi amigo, El Francés, había logrado integrarse a La Sociedad de Los Antiguos. Como tal, tenía en sus manos la resolución del conflicto ¿Vas a romper la promesa? Le pregunté. Y André me respondió, no rompo mi promesa, rompo el maleficio, y ahí nomás le pasó el conjuro. –