¿Por qué utilizan las palabras “clase media” como insulto? Se preguntaba una joven en las redes sociales. Censurada por su pasividad y falta de compromiso social, ahora se la ningunea por protestar y tomar las calles. Ocurre cuando el Vicepresidente, recurriendo a conceptos trasnochados, les declara la guerra y califica su emergencia como una “asonada de sectores decadentes de la sociedad”, de “satélites apolíticos” y conservadores que “despiertan rencores coloniales” hacia las clases populares que gracias al MAS ocupan su mismo espacio.
No es fácil definir el concepto de clase media. El marxismo le ha negado la condición de vanguardia revolucionaria de la lucha de clases por no avenirse a la confrontación permanente, concebida como el motor de la historia.
Su constitución se asocia a procesos de urbanización, diferenciación socioeconómica, distintos a la estratificación rígida de una sociedad de castas. Se la analiza en base a criterios, como el nivel de ingresos y consumo, ocupación y nivel de instrucción, además de la posesión de cierto capital cultural y prestigio.
Corresponde al ancho estrato “gris” ubicado entre las élites con poder financiero y los sectores empobrecidos del proletariado asalariado o de miles de cuenta propias que sobreviven en una realidad de informal precariedad como la boliviana.
Al contrario que otros países vecinos, la(s) clase(s) media(s) en Bolivia se constituyeron tardíamente, ganando presencia acelerada durante los últimos 25 años, doce de los cuales coincidieron con la gestión de gobierno del binomio Morales-García Linera. Se la visualiza como opuesta a lo popular y se insiste en hacerla responsable del señorialismo racista que intenta retornar.
Afortunadamente, tras 12 años de bonanza y en el contexto de la protesta social en defensa del voto ciudadano, contraria a la perpetuación del poder y un Código Penal que develó su esencia autoritaria, es necesario flexibilizar el enfoque teórico ciego a las mutaciones y dinámicas diversas observadas en el seno de la clase media.
Algún momento Carlos D. Mesa indicaba con razón que la clase media era vapuleada siendo “la gran protagonista y la gran olvidada”. Llegó la hora de reconocer, sin complejos ni disfraces, su aporte en momentos constitutivos de nuestra historia. Engrosaron la histórica huelga de cuatro mujeres mineras que dio pie a la apertura democrática.
Los ocho mártires de la calle Harrington, demócratas y mayoritariamente clasemedieros, aplaudirían la inclusión de miles de bolivianos al espacio ocupado por élites tradicionales, celebrando la movilidad social y económica y la lucha contra toda discriminación. ¿Acaso no fueron personalidades de la clase media las que consumaron la victoria de Evo Morales y la caída del antiguo sistema político?
El MAS se encargó de colocarlas en sus listas de candidaturas para seducir a este segmento del electorado hoy desencantado con la exacerbación del caudillismo y corrupción clientelar. Se reconoce la bronca contra un régimen que prohijó a “Paris” y “Zapatas”, iconos contrarios a las virtudes ciudadanas que aspira toda sociedad.
Tampoco me equivoco al reconocer que el conservadurismo autoritario de algunas bases corporativas del MAS es tan odioso como la nostalgia regresiva, con tufillo señorial, de algunos sectores minoritarios opuestos a la reelección de Morales.
Quiero pensar que la Bolivia que reclama democracia y pluralismo no tiene espacio para extremos marcados por la intolerancia y que la clase media se vacunará contra el machacón discurso antipolítico (antes neoliberal ahora populista) contrario al disenso, al pluralismo democrático y a la constitución de organizaciones políticas y de liderazgos que la representen.
La “evolatría” y la incitación vicepresidencial a la confrontación irritan a la clase media hoy imbricada con lo popular. Más allá de los avances atribuidos a estos 12 años, sobran razones para combatir la idea monárquica que sin Evo no hay futuro.
Y es que en el seno de la clase media y su diversidad está una generación que creció en democracia y con una memoria larga de desconfianza a los poderosos, sin que hoy gravite, como antes, el color de su piel ni los dogmas estatistas y liberales que nos entramparon el siglo XX.