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Elisabeth, The Doors, Tolkien

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En el Gaspar de la noche leo: “(…) la poesía es como el almendro: sus flores son perfumadas y sus frutos amargos.”

¡Cuánto me gusta regalarte algo que no conoces! Me alarga entonces La hermandad del anillo, primer libro de El señor de los anillos, de John Ronald Reuel Tolkien. En la noche lo leeré y será inolvidable. Cubierta verde, me acuerdo. Estábamos en el Zürich, café de unas judías alemanas con la mueblería tapizada con los colores hermosos y opacos de Austria-Hungría, azules y guindos. Cochabamba, 1985, anotado en la cronología que se acumula hasta que cae el mazo de la muerte. Amores, sueños, desasosiego, angustia, júbilo y privación. Torta Selva Negra, café pesado, las dueñas conversan en yiddish. Tú sonríes, Elisabeth sonríe. Son casi cuarenta años. No serás la misma como yo no. Nadie piensa en lo implacable de las horas, los hijos corren como simunes, hijos que no tuvimos y que pudimos bajo los eucaliptos de Molle-Molle, al borde del abismo de la quebrada; el río al fondo como hilo de plata. Viento y hojas cuchilleras, largas puntiagudas, grises sobre tu vientre de treinta y seis (siempre me recuerdas tu edad en contradicción con mi “pecho joven”). Tus senos de cimas de tinte algo oscuro, la camisa negra abierta, y yo que bebo con la sed del mundo. Cómo no te conocí antes, creo escuchar. Debimos arrojarnos al abismo y eternizar la vida con la destrucción, pero bella en demasía, no era tiempo de matarte, uno siempre cree que hay espacio para todo. El polvo retrata la soledad, caliente, seco, selladas a arena y sal las fuentes que aquel día ofrecías, de Cleopatra a César.

Todo comenzó con Apollinaire. Villazón, tierra horrible de frontera. Prefiero ir a comer milanesas al frente, a La Quiaca, con vino tinto de la casa en jarro de aluminio. Recorro las tiendas y señalo y pago. Me concentro en hormas de parmesano cáscara negra, de cinco kilos, que compro en cinco dólares y vendo en cincuenta en Cochabamba. Salame Milán, grueso pero de picado fino. Igual, cinco kilos. De la empresa Arcor, queso fundido. Contrabandistas duchos y antiguos con los que bebí anoche señalan las cosas que se venden más. Un muchacho anota el nombre de cada establecimiento y el número de compras. Las pasarán hasta mi alojamiento en Villazón una a una, por debajo del puente del tren, por el río de las hormigas. Recuerdo que era complicado. Más adelante a la estación, despachos, aduanas, coima, pero estaba bien asesorado y era ya el tercer viaje que hacía. Hormas de un kilo del mejor roquefort. Jugoso, como el parmesano que al quebrar la oscura cáscara echa un líquido delicioso, salado y ácido, quema el paladar. Algunas cajas de alfajores Havanna, y cordobeses y santafesinos, más baratos, con fruta. La elite cochabambina come bien. Aparte de ganar dólares, dejo en casa al menos una pieza de cada uno. En la despensa los quesos, las carnes en el refrigerador.

Llevaba estas delicias a nuestros encuentros. Comíamos antes de amar que fuerza necesito para agarrarte por detrás cuando te vistes y subir tus piernas al lavamanos y jadear tu nombre. Sexo hecho fiesta. Vino rojo de la temprana colección que tuve, rumano y yugoslavo, y un vermú para mezclarlo con 7Up limón y hielo. Corres sin ropa y untas en una galleta salada el cremoso roquefort. Puertas y cortinas cerradas en casa ajena. Tus senos se mecen, reloj de péndulos. Hablamos de Desnos y Drieu, de Fréhel; te cuento de Perets Markish y Vítězslav Nezval, a quienes anotaré en el libro que te escribí en dos semanas, llamado Maraña de luna, porque maraña eras sobre mí; tus cabellos fabricaban noche y no podía ver tus ojos. Pero sonreías y me decías estás loco.

Apollinaire culposo, porque en el primer viaje de contrabandista te envié un telegrama con un verso suyo en francés que decía… ¿Qué decía? Luego, días luego, subí a tu oficina y te dije que te lo había enviado, de si lo recibiste. Sí. Bien, y me fui. Caminaba por la avenida Oquendo y pensé cuán estúpido era y retorné. Caminé hacia atrás, paso por paso, subí las gradas con la espalda de frente y me senté ante ti. Sonreías. Señalaste que era hora para volver a casa y que si caminábamos juntos, que la acompañara. Del bolsillo saqué un cilindro de malos poemas en papel sábana, a máquina. Para usted. Y reíste qué formal eres y gracias pero ya soy vieja. Cuando pienso en tus piernas, en la suavidad de tu cuello, sabía allí y sé hoy que mentías, que ese cuerpo era de rocío y de escarcha temblorosa cuando entro en ti.

El tren está detenido en las alturas de Parotani, un día arribará. “Oh, qué oscura es esta noche. Una llama purpúrea se extinguió en mi boca. En el silencio muere el solitario acorde del alma temerosa”. Georg Trakl.

Elisabeth.

Tolkien.

The Doors, al día siguiente, porque la bombardeé con un cúmulo de universos. Desbordé la rutina de su vida e hice de cada instante un estruendo. El amor rito profano con Jim Morrison cantando hello I love you, hello I love you. Te amo porque vengo contemplándote desde hace diez años, desde mi niñez cuando te veía en el instituto conversando con los intelectuales. Ahora has tirado la camisa a un lado y me besas. Te pertenezco, si me miraste diez años soy tuya, tu posesión, has arrojado el embrujo y lo cobras. De tus axilas cuelgan cabellos marrones que lamo, huelo tu aroma francés, tus calzones por mis narices, para bautizarnos. Love me two times, baby, ámame dos veces. Tres, no te vayas, tengo que retornar a casa, me esperan. Un rato más. Enciendes el jeep Toyota y desciendes del cerro. Recojo la mesa y me acaricio. Devoro las migas de pan crocante con avidez de gallina.

Una mañana de sábado cuando te visito en la oficina estás con mi cinta de los Doors. Amas como su música, Claudio…

Leo unos párrafos de El señor de los anillos. Estoy deslumbrado. Al menos algo que enseñarte, susurras. Las ventanas del Zürich tienen cortinas. Eso no es Cochabamba, podría ser Brasov, o Sibiu, o Lublín o Zürich. A mi vez abro un libro que te traje, homenaje a varios días donde la carne es fanfarria de carnaval y ríes como china supay mientras giras sobre mí. Tiovivo danzante, música de circo.

Leo para ti:

Duerme, amor…

Brillan en la valla las salpicaduras saladas.

La puerta está cerrada ya.

Y el mar,

hirviente, irguiéndose y rompiendo contra los diques ha absorbido el sol salado.

Duerme, amor…

No atormentes mi alma.

Y se adormecen las montañas y la estepa,

y nuestro perro cojo,

de lana enmarañada,

se tumba y lame su cadena salada.

Y el rumor de las ramas,

y el fragor de las olas,

y el perro encadenado,

con toda su experiencia,

y yo con voz muy queda

y luego en un murmullo

y después en silencio

te decimos: duerme, amor…

Duerme, amor…

Olvida que estamos reñidos.

Imagina:

Nos despertamos.

Todo está lleno de frescor.

Tumbados en el heno.

Soñolientos.

Llega un olor a leche agria

desde abajo,

desde el sótano,

provocando el sueño.

¡Oh, como podría hacerte

imaginar todo esto

a ti, desconfiada!

Duerme, amor…

Sonríete entre sueños.

¡Deja de llorar!

Corta flores y piensa

en donde las pondrás,

y cómprate un montón de vestidos bonitos.

¿Musitas?

Es el cansancio de tu sueño inquieto.

Envuélvete en el sueño, arrebújate en él.

Todo lo que se quiera se puede ver en sueño,

todo lo que anhelamos

cuando estamos despiertos.

No dormir es absurdo,

es incluso un delito:

lo que oculto llevamos

grita en nuestras entrañas.

¡Qué difícil les es a tus ojos

llevar tantas cosas!

Debajo de los párpados

sentirás el alivio del sueño.

Duerme, amor…

¿Qué es lo que causa tu insomnio?

¿El bramido del mar?

¿El rogar de los árboles?

¿Un mal presentimiento?

¿La desvergüenza de alguien?

¿O, quizá, no de alguien,

sino simplemente la mía?

Duerme, amor…

No es posible hacer nada,

pero sabes que no es culpa mía esta culpa.

Perdóname -¿me oyes?-.

Quiéreme -¿me oyes?-,

aunque sólo sea en sueños,

¡aunque sólo sea en sueños!

Duerme, amor…

Estamos en un mundo

que vuela enloquecido

y que amenaza estallar,

y es preciso abrazarse

para no caer en él,

y si hay que caer,

caigamos abrazados.

Duerme, amor…

No te dejes llevar de rencor.

Que penetre en tus ojos el sueño suavemente

ya que es tan difícil dormir en el mundo.

Pero a pesar de todo

-¿me oyes, amor?-, duerme…

Y el rumor de las ramas,

y el fragor de las olas,

y el perro encadenado,

con toda su experiencia,

y yo con voz muy queda

y luego en un murmullo

y después en silencio

te decimos: duerme, amor…

Cierro las páginas y te entrego, de Evtushenko, Entre la ciudad Sí y la ciudad No. Lo tirarías con los años al río de Aurillac, para olvidar lo húmedo, ahogarlo en paradoja. Porque después de una larga carta donde afirmabas que nunca debiste salir de aquel sueño, te callaste. Incluso, estando en París o en las montañas de Lodève, en el Hérault, intenté llamarte. Todavía queda el maldito pi pi pi que indica que la gente pereció. Hacía frío en casa de Miguel Quintana, anarquista del 36, en Lodève; la cerveza sabía a orín. Te miro y pareces dormida, cantaba Palito Ortega en los diez años que te contemplaba, te amaba a escondidas en mis manos y jamás creyera yo que estarías acostada y amanecida, conmigo.

Llegaste en bicicleta con nuevas malas. A la plazuela enfrente del colegio Loyola. La apoyaste, te agarraste la cabeza, te llovía, sólo a ti. Avisaste que te marchabas a Francia, que lo habían decidido dadas las circunstancias. Te advertí de mi suicidio y voy a cumplir sesenta y tres. Lo pensé, Francia estaba muy lejos. Después de ti apareció otro amor y huyó a Alemania. Y otro más que en avión nocturno fue a refugiarse con la reina de Inglaterra. Pero tú, te veo alejándote en bicicleta. Delgadas caderas fueron mías y acabaron en silencio. Qué cosa el amor en la voz de Vinicio Capossela. Qué cosa. Camino desde la plazuela hasta casa, no tengo una moneda en el bolsillo. Dos años pasaron y estoy en la Gare du Nord. Vengo por otra pero te busco, a quien encuentre primero y no hallo ninguna. Sorbo mi cerveza alsaciana y rompo el ticket a Radolfzell. Mi hermana Delia me manda un boleto a Montréal. Me encuentro en el bosque nevado de los alces, con una sopa de cebolla en la barriga. Borroneo un cuaderno. Termino tu libro y empiezo el de otra. Entre los dos no hay distancia. Tristeza. Desde entonces he volado los cielos, primero como golondrina, hasta de águila arpía. Nunca leerás esto y no importa, tanto papeleo para tan poca mortaja.

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