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Entre tiempos que se mezclan

Andrés Canedo

Él estaba parado en la puerta del café, protegido por la pequeña marquesina que proclamaba el nombre del mismo, esperando que cesara esa lluvia intensa para poder marcharse, cuando la vio llegar, empapada contra el fondo de la calle gris y vacía. Ella venía con los zapatos en una mano y un bolso de viaje en la otra. Eso, lo de los zapatos, obligó a que él mirara inmediatamente hacia sus pies desnudos, chapaleando en el agua, y revelando en su movimiento, el juego de tendones en el empeine y los hermosos dedos menudos, que como peces ágiles se sumergían en los charcos recién formados en la vereda. Su vista subió entonces, y descubrió la falda blanca y ancha, trasparentada por el agua y el suave contraluz de la mañana, revelando sus muslos perfectos que avanzaban como una amenaza de las obsesiones que la mañana gris y cálida esbozaban en el espíritu de él, propicio a creer en la magia de las cosas. La pierna y el muslo que iban hacia adelante, formaban una especie de ángulo obtuso, como si danzara y fuera la diosa del agua que caía del cielo. Hacia arriba seguía su blusa negra y el cuello estirado por la posición de la cabeza de la mujer, recibiendo el agua como una bendición y no como un castigo, y claro, seguía el rostro mágico de labios prominentes, nariz pequeña y con los ojos cerrados, enmarcado por la cabellera hasta los hombros, encharcada y aplastada formando con la cara, una colisión estética de formas que se enlazaban con sus rasgos, dándole al conjunto, a ella toda, ese toque de aparición milagrosa en medio de la inclemencia del tiempo.

—Venga, refúgiese aquí —le dijo él cuando ella estaba a dos o tres pasos de distancia. Ella abrió sus enormes y luminosos ojos castaños y le respondió:

—Me encanta la lluvia, pero tiene razón, ya estoy suficientemente mojada— y se colocó al lado de él, bajo la precariedad del techo de la marquesina. Entonces agregó—: Vengo de la Terminal de ómnibus que está aquí cerca. Tengo que buscar un hotel que no sea muy caro. Me llamo Irene.

—Yo soy Marcos—, le respondió él, y entonces ella lo vio por primera vez: era alto en comparación con ella, era guapo, le pareció confiable. Él prosiguió—: Entremos al local, le invito un desayuno, pues seguro que necesita algo caliente. Yo también lo tomaré, ya que parece que este aguacero tiene para rato.

—No hace falta que me invite, puedo costeármelo. De todas maneras, se lo agradezco.

Pidieron café con leche y medialunas. Marcos supo entonces, que ella era más bella mientras más se la veía; que hablaba inglés, francés y latín, además del español; que venía a hacer traducciones para una editorial; que tenía 25 años y que hacía dos que se había divorciado; que no tenía hijos; que de los idiomas que manejaba, le fascinaba el latín, aunque, claro, no le generaba trabajos; que leía directamente en idioma original a Ovidio, Horacio, Lucrecio, “ese profundo e intenso loquito, que al hablarnos del amor y disociarlo de la sexualidad, en De Rerum Natura, nos da vía libre al libertinaje”.  Eso dijo, y a él le pareció, porque ella quería hacérselo notar, que estaba coqueteándolo. Pero Irene no se detuvo y continuó con que leía mucho, por su mismo oficio, y que rechazaba los libros técnicos, que eran de todas maneras una importante veta perdida. Que le gustaban la música clásica y algunos de los músicos actuales; Pink Floyd, dijo; Piazzolla, dijo; Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, añadió; y también, por supuesto, el loco de Sabina. Y finalmente agregó, en medio de una amplia sonrisa, que era un poco bruja, porque podía reconocer sus vidas anteriores, que a veces, veía su pasado y que eso le traía problemas.

Ella supo, por su parte, que él era verdaderamente guapo y seductor; que pintaba y quería ser un gran pintor; que había vendido algunos cuadros; que tenía 30 años; que había tenido una compañera que lo abandonó y varios amores transitorios; que leía bastante, pero no a los latinos; que tenía un estudio o atelier, “para decirlo más sofisticadamente” y que más adelante le gustaría mostrárselo; que podía vivir, con esfuerzo y a veces con penuria, de sus pinturas. Le dio también una larga lista de sus pintores favoritos y le habló de los que más lo apasionaban. Le dijo, finalmente, en medio del intercambio de palabras, que ella le parecía muy bella y que le gustaría pintarla. Ella le respondió con una sonrisa que se desparramaba en luces y que con su intensidad, contrastaba con la mirada lánguida de sus ojos marrones, que expresaban una ternura cansada y la oferta posible de un futuro deseo.

Luego la acompañó a un hotel de mediano precio, no lejos del centro de la ciudad, y la dejó allí con el compromiso de volver a buscarla para ir a cenar. Y esa noche siguieron hablando y encantándose. Se volvieron a ver la noche siguiente, en que ella le contó que se había presentado a su trabajo y que le parecía agradable. Le contó circunstancias sobre su oficina y que también podría trabajar en línea, desde su casa. Le explicó que tendría que traducir a un autor francés, del cual había leído un solo libro. Le dijo también, que buscaría un apartamento para alquilar. Él le habló del cuadro que estaba pintando, que era un trabajo intenso en el que ponía toda su pasión. Pero sobre las palabras insustanciales, meramente informativas de hechos intrascendentes para ese momento, ardía la luz de los ojos de ambos mientras se recorrían los rostros y los cuerpos. Entonces él le preguntó si estaba lista para visitar su estudio, y ella le respondió que sí.

En el estudio, pequeño pero con un enorme ventanal, dos o tres decenas de cuadros se amontonaban en los rincones y en el caballete, ubicado para que la luz del día le dé en pleno, el cuadro que estaba pintando: una mujer y un hombre, atenazados por algún oculto sufrimiento, desnudos frente a frente, abrazados, cubiertos por manchas de colores diferentes, sobre las líneas firmes de los trazos que los delimitaban, con la expresión simultánea del dolor y del deseo marcándose en sus ojos y bocas, en la expresividad de las manos, en la torsión de los cuerpos. Irene reconoció belleza en esa y las otras obras. Entonces giró hacia él, con los brazos mansamente extendidos a los lados de su cuerpo, con el torso un poco inclinado hacia atrás y le dio su opinión con una sola palabra: “Tómame”, le dijo.

Formas revelándose, tersuras, morbideces, el largo inagotable de un muslo, la llanura suave de un vientre, la sabiduría de las manos, la fortaleza de un pecho varonil, la tibieza ajustada de una oquedad, la prominencia de la carne que la explora. Y la danza improvisada pero precisa de los cuerpos. La aceleración coordinada de las dos partes de un todo. Y luego el caer en un mar de rosas mientras los espíritus se desatan, se manifiestan, se comunican, se intercambian. Y así nació el amor, a pesar de un inconveniente temprano, desde el misterio revelado, desde la entrega incondicional, desde el abandono venturoso, desde los cimientos posibles de toda sabiduría. Así, yaciendo sobre el piso, con los ojos todavía extraviados en las sensaciones que se prolongaron en el tiempo más allá de los hechos, él le dijo “te amo”, y ella, le respondió “te amo”, y luego, sin poder reprimirlo, agregó: “Esto, ya lo había vivido antes”.

Marcos se alarmó, se enojó.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Por qué eres tan perversa?

Ella se vio obligada a explicar.

—Lo que acaba de suceder es nuevo para mí en esta vida. Pero te dije que yo veía mi pasado, tal vez en vidas anteriores, no lo sé. —Giró el cuerpo y se incorporó un poco para decirle mirándolo a los ojos— Pero me asaltó un recuerdo, muy lejano, muy borroso, de que yo hacía el amor y me entregaba íntegramente a un pintor. Te dije que esas mis visiones me traían problemas. Te pido perdón. Lo que pasa es que es algo más fuerte que yo. Lo “déjà vu”, lo llaman los psiquiatras. Dicen que es un error en el almacenamiento y procesamiento de la memoria. Pero en mí es tan intenso que me supera y no lo puedo reprimir. Sin embargo, sé que no lo viví en esta vida, y pienso que tal vez haya sido en otra anterior. No lo puedo saber. Sólo te puedo asegurar, que nunca en los 25 años que tengo, me había acostado con un pintor. Y que lo que acaba de pasar fue realmente maravilloso. No obstante, si quieres me voy. —Y mientras va diciendo eso, un llanto profuso, hondamente genuino, resbala por sus mejillas.

Marcos, aunque su razón seguía rebelándose, desde lo hondo de su sentir aprendió que ella le decía la verdad. Y aunque él no creía en la posibilidad de vidas anteriores, se dijo, desde todo el amontonamiento de emociones recién vividas, que sería mejor y más fácil no prestar atención a esas supuestas vivencias del pasado de Irene, en vez de condenarse a la tortura intensa e insoportable de vivir sin ella. Entonces, empezaron a vivir juntos, a aprovechar las maravillas transitorias de la felicidad posible, en el encuentro de sus cuerpos y de sus espíritus, aunque ella a veces y por momentos se sumergía en introspecciones calladas o que, en el peor de los casos, la simple preparación de una comida, por ejemplo, le hacía brotar palabras como estas: “esto ya me sucedió”.

De esa manera fueron transitando el tiempo, en el que la suma algebraica de alegrías y pesares, quedaba enormemente a favor de las primeras. A ella le iba bien en su trabajo; él tenía una nueva colección de pinturas para una exposición, que como las pocas que había realizado anteriormente, venía unida al anhelo secreto del éxito y del reconocimiento. Llegó el día de la vernissage y los dos estaban exultantes, recibiendo a los amigos, a las personalidades culturales, a la prensa especializada. Ambos estaban vestidos elegantemente, aunque no según las normas clásicas, y la belleza de Irene, su sonrisa que parecía contener todos los soles de la galaxia, eran un motivo de atención, como siempre lo habían sido en reuniones que a veces sostenían con la bohemia local. Eso a Marcos no lo molestaba, pues a pesar de que se daba cuenta de que inevitablemente, posibles seductores estaban al acecho de ella, le tenía plena confianza. Ese día, la atención a los numerosos asistentes los mantuvo ocupados durante toda la primera parte del acto. Él la veía conversando con grupos de personas y desplegando toda su magia, como el mismo lo hacía. La televisión le hizo a Marcos una entrevista que lo separó de toda la animación de la concurrencia durante unos diez minutos y perdió de vista a Irene. Al concluir, la buscó y la encontró de pie, en un rincón, mientras repetía como si le hubieran robado el alma, “Esto ya lo viví”, “Esto ya lo viví”. Un impulso de ira lo agitó, incontenible como un vómito, y mientras le sacudía el hombro le dijo a ella: “¡No seas idiota! Esta es mi exposición, la mía, ¿entiendes?” Ella giró hacia él, pareciendo retornar de pronto al mundo y al momento, mientras que con la cara llena de lágrimas le decía: “Perdóname, mi amor”. Y claro, Marcos la perdonó y también le pidió perdón.

Marcos vendió durante la exposición posterior, once de las veinte pinturas que había presentado, la prensa se ocupó un par de días de él. No era conquistar el mundo, pero había dado un paso adelante. Esa noche ella y él, se hicieron el amor maravillosamente, sobre todo ella que, en su entrega, buscaba secretamente aferrarse a la que sabía que era la realidad, representada en especial, por ese cuerpo que la poseía, por ese hombre y artista llamado Marcos, a quien ella amaba. Así, transcurrieron varios días felices. Ella, a veces, se permitía bromear sobre sus recuerdos erróneos y le decía, aunque con un fondo de tristeza en los ojos: “Tal vez fui la amante de Botticelli, tal vez me llamé Simonetta, aunque la historia no haya registrado que ese amor pudiera haber ocurrido, pero hoy, a la luz de la vida, yo soy amante de otro gran pintor que eres tú”. Otra vez le dijo: Hoy he pensado si habré sido Margherita Lutti, la amante de Rafael, pero no era muy bella. Preferiría haber sido Adele, la amante de Klimt, esa sí que era linda”. Marcos la escuchaba con paciencia y con alarma, sabía que ella estaba metida en esas indagaciones, y eso le preocupaba, pero decidió continuar con el tono de broma que ella trataba de imponer a la conversación, y simplemente le respondía: “Eres una loquita hermosa, y el único amante tuyo a través de todos los tiempos, se llama Marcos, o sea yo”.

La mayor parte del tiempo, todo era claridad. Irene, con su pasión por el latín, solía escuchar a los diversos compositores de Réquiems, principalmente a Mozart y Verdi, y entendía la letra de los mismos, de principio a fin. Ella lo llamaba para compartir esas audiciones musicales, que a Marcos le gustaban, y le iba traduciendo lo que decían coros y solistas. “Réquiem, significa ‘descanso’, pero la palabra se entiende como música para misa de difuntos”. Algunas de las frases que ella traducía, aun sin quererlo, se le quedaron grabadas: “nil inultum remanebit”, que significaba, “nada quedará impune”; “gere curam mei finis”, “apiádate de mi última hora”; o, “de morte transire ad vitam”, “de la muerte pasar a la vida”. Él, más en serio que en broma, le respondía: “¡Qué terrible es la religión de los cristianos!”. Y ella reía y le respondía, “Sí, lo es”.

Ella en sus inmersiones dentro de sí misma, empezó de pronto a ver el rostro de un hombre que conocía, pero no sabía de quién se trataba. Nunca le había sucedido eso. Sus visiones se referían a hechos y lugares del pasado, pero nunca alcanzaban a identificar personas. Ahora veía las facciones nítidas de un hombre y esas visiones se reiteraban. Entendió que eso que le acontecía, no correspondía a la modalidad de lo ‘déjà vu’ y que más bien podía tratarse de una especie de premonición. Eso le produjo terror y fue oscureciendo su ánimo. No sabía quién era ese hombre, pero más que el pensamiento, un sentimiento difuso le decía que él ejercía un notable poder sobre ella. De esa manera fueron aumentando sus temores, mezclados con una curiosidad peligrosa de saber qué significaba, había significado o significaría en su vida.

Una tarde, mientras estaba en un café, vio entrar al hombre de sus visiones, mayor, de rostro inexpresivo. En ese momento se salió de sí misma y empezó a contemplarlo. El hombre se le acercó y le dijo, simplemente, “Vamos”, y ella se levantó como una autómata y lo siguió. El hombre hizo parar un taxi y la llevó a un hotel, donde la poseyó sin pronunciar una palabra, como si no fuera real, sino apenas, un instrumento del destino. Ella estaba alejada de su conciencia y no pudo saber si participación en ese coito sin sentimientos, había sido activa o no. Cuando retomó el dominio de sus emociones, recordó lo que había hecho y una enorme tristeza la invadió. El hombre ya se había ido. Ella como pudo se rehizo y retornó a su hogar, apresada por todos los pesares, sabiendo que lo suyo era imperdonable, aunque en el fondo, se sabía inocente. Al llegar a la casa de dirigió a buscar a Marcos, y le largó, sin prólogos: “Vengo de acostarme con un tipo, no sé quién es, sólo sé que no sabía lo que hacía, que no era yo”. Marcos sintió crecer en él la ira y la suma de una larga cadena de cansancios. Tomó el cuchillo que usaba para sacar punta al lápiz con el que esbozaba sus diseños y se lo clavó en el pecho. En el breve tiempo que su brazo viajaba con el arma, la escuchó decir: “esto no lo viví antes”, y entonces, Marcos le asestó la segunda puñalada. Ella cayó al piso, despatarrada como un muñeco de trapo, con sus bellas piernas en una posición casi obscena. Marcos enseguida supo que había cometido un acto irremediable, supo que la amaba y no había sabido ayudarla, que la acababa de perder para siempre, que él había sido el autor de ese final. Una de las frases de Réquiem vino a él, esa frase que era su pedido, su súplica a un dios que desconocía: “de morte transire ad vitam”, y le agregó, “¡Dios, devuélvemela!” Pero ella permaneció inerte y en su rostro aparecía una expresión de paz, de descanso. Marcos siguió entendiendo que estaba ante lo irreparable y empezó a llorar arrimándose a ella y entonces sonó en su mente “nil inultum remanebit”, y entendió que debía pagar, que la cárcel no sería su castigo, sino la ausencia de ella, y que no había acciones ni palabras en latín, capaces de levantar a los muertos.

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