De: Claudio Rodríguez Morales / Para Inmediaciones
Hay quienes la han llamado la “peor elección presidencial” de la historia. Sea por oferta electoral, contenidos, propuestas y divergencias. No sé si da para tanto. Todo dependerá de cuál sea el evento republicano precedente con que se le compare. Hubo tiempos en que unos pocos chilenos votaban a favor o en contra de los cementerios laicos y la instrucción primaria obligatoria y el resto según lo que les indicara el patrón en el acarreo.
Más tarde, para elegir entre alinearse con los yanquis, los rusos o los chinos. Todo dependerá, también, con cuánta nostalgia se mire el paréntesis 1973 – 1990, cuando la discusión política fue suplantada por bandos, torturas y entierros clandestinos. Sin embargo, si hay algo que ha caracterizado a esta campaña de las anteriores –tomando como punto de referencia el retorno de la democracia- ha sido el tono altamente combustible entre candidatos. Pero no se trata de una combustión demasiado épica, con heridos en el camino, ni senderos flanqueados por tumbas, sino más bien como las explosiones, disparos o golpes de los antiguos dibujos animados de la Warner Bros: un par de sacudidas y a seguir tan campantes como en el inicio.
De cada dicho de un candidato, una réplica iracunda. De cada opinión, una sanción moral. Desde los chistes burdos dichos en el fragor de un mitin hasta las opiniones sobre los llamados “temas valóricos” (que, a fin de cuentas, se limitan a la libido de los chilenos y sus consecuencias demográficas), siempre habrá alguien que responderá con una mano en el corazón y los ojos en blanco apuntando hacia el cielo. Característica que no ha sido sólo patrimonio de los candidatos de los extremos como José Antonio Kast (conservador y pinochetista reconocido) y Eduardo Artés (socialista filo norcoreano y el más izquierda en medio de una sobreoferta de candidatos en el sector).
También hacen lo suyo Sebastián Piñera que, si no está tratando de hacerse el simpático o inventando citas al estilo del Chapulín Colorado, se dedica a la autoalabanza y a erguirse en el único salvador del caos provocado por los cuatro años de Michelle Bachelet. Su principal contendor según las encuestas, Alejandro Guillier (independiente apoyado por socialdemócratas y comunistas), navegando entre las aguas de una seudo candidatura ciudadana, a medida que más se acerca la elección, acentúa sus convicciones a favor de la regulación estatal y sus promesas electorales, espantándose con todo lo que huela a piñerismo, como si fuese una criatura nacida anteayer (hasta hace un par de años, el mismo confesó sentirse representado por el ex Presidente empresario).
Beatriz Sánchez sólo se ha sumado a la camotera cuando alguien toca una fibra de su feminismo militante, porque el resto del tiempo dedica a sortear las contradicciones de su bloque político, el naciente Frente Amplio, y de no ser vista como una versión remozada de Michelle Bachelet. Marco Enríquez Ominami (líder del Partido Progresista) tal vez ha sido el más iracundo del grupo, pegándole a todo el que se le cruce por delante, creando polémicas hasta si lo miran feo y con eso ascender en las preferencias.
Carolina Goic, con su candidatura intentando aglutinar el centro político, se espanta con todo aquello que se salga del marco de su adorada clase media, desde el fantasma del comunismo hasta el prontuario económico Sebastián Piñera (entre ambos han tenido últimamente rounds donde se acusan mutuamente de falta de probidad). Cerramos con Alejandro Navarro cuya propuesta, pese a nacer abortada por el mismo Frente Amplio, acaba por sacar sonrisas por su exceso de convicción y porfía inspiradas en un chavismo a destiempo, sin cae en las exageraciones de Artés.
La televisión también ha aportado su cuota de gasolina, empeñándose en realizar verdaderos ataques a la yugular de los candidatos. Los programas políticos -sean en formato de entrevistas, foros, reportajes o debates- se han vueltos seudos circos romanos que buscan que los aspirantes a La Moneda queden en frente a la pantalla como corruptos, mentirosos, ignorantes, incoherentes, analfabetos, machistas, traidores y demagogos.
Los primeros planos con gotas de sudor nervioso, voces temblorosas, titubeos, contrastan con la faz satisfecha de los periodistas, sintiéndose héroes de la jornada, por el efecto del veneno que guardaban debajo de la manga. Por cierto que se trata de un veneno sino inocuo, de corto alcance. Como las armas marca Acme que jamás liquidaron al Coyote en sus tantos intentos fallidos por darle alcance al Correcaminos. Desde sus podios, los candidatos persistirán en que el futuro de Chile está en juego. Como en todas las elecciones ni más ni menos.
Nació en Valparaíso, Chile, en 1972. Es periodista de circunstancias, con ínfulas de historiador y escribidor, además de lector voraz y descriteriado. Hincha de Santiago Wanderers de Valparaíso y Curicó Unido. Marido de Lorena y padre de Natalia. Es autor de la novela «Carrascal boca abajo» (Das Kapital, 2017).