Andrés Canedo
Es posible que, por el asombro, por el deslumbramiento y por mi humilde participación, el teatro del colegio donde cursé la primaria (y la secundaria), haya sido determinante en mi vida. Pero yo tenía nueve o diez años, y por alguna de esas casualidades mágicas, allí, en el pueblo pequeño, pero que contaba con un teatro verdadero como ese, me pidieron participar como uno de los niños en Casa de muñecas, de Ibsen. Yo me asombraba, en los ensayos, de los esfuerzos de los actores mayores para dar vida real a sus personajes, de la actriz que hacía de Nora, que para mostrar el temblor en su cuerpo y ayudar a su alma a expresarlo, apretaba fuertemente la mesa de la escena, y todo su cuerpo se sacudía. También, en aquel teatro, me producía enorme curiosidad la concha del apuntador, aunque nosotros ya no la usábamos, no podía resistirme al misterio de esa oquedad que conducía a mundos desconocidos debajo del escenario. Allá mismo, años después, durante la secundaria, encontramos una oportunidad con Claudia, para introducirnos por esa boca muda a los misterios hasta entonces insondables, de aquel foso lleno de restos de escenografía de obras pretéritas. Claudia, mi cuerpo de humano polvo, yació sobre tu cuerpo de rosas y de aromas infinitos, y en aquellos días de Tartagal, rompí a besos tu boca y tú te apoderaste de mis sueños y me robaste el misterio en el cobre de esas tardes.
Pasó el tiempo y ya en Córdoba, siendo universitario, yo asistía a las presentaciones de la Orquesta Sinfónica en el Teatro Rivera Indarte, colgado allí, en la más humilde de las butacas en el último piso del teatro, mi corazón resplandecía con la música de Tchaikowsky, y mis gritos se sumaban, cuando los últimos acordes se apagaban, a los de las gargantas de muchos pobres como yo, que me acompañaban en ese apasionado sitio cercano al techo y donde la emoción ni siquiera permitía gritar ¡Bravo!, sino que avasallaba hasta impedir articular las palabras y sólo salían los “ah”, “ah”, que hacían el coro final en homenaje al director y a los músicos. Y entonces era Graciela, hecha de alfalfa y música, con la que en las noches de encuentros trascendentes, integraba ese coro sólo de dos, y entonábamos la canción de la vida en aquella suma de humanidades y sensaciones. Graciela, crisol de la ternura, caverna secreta siempre dispuesta a erupcionar la lava candente y vivificadora de sus entrañas.
Tal vez por el impulso de aquel primer teatro en Tartagal, me hice actor y viajé después por los caminos ásperos de Sudamérica y trabajé en la sala enorme, maravillosa, sorprendente, de aquel teatro, el más grande que vi en mi transcurrir, de la Universidad Central de Venezuela. Y en cada ciudad, en cada pueblo, de esta América nuestra, en teatros y no teatros, la mujer del alma me acompañaba y soñaba conmigo, junto a los otros compañeros, en un arte para los humildes, para los que padecían la injusticia. Y ella, reflejo de mi corazón, cuerpo de sol y de luna, ardor de mis esperanzas, compañera de caminos inagotables, me entregaba los arcanos de la luz y el fuego. Ella, Mariana, luz de mis ojos, sonido de mi voz, aroma de mis palabras, fuente de mi poesía. Mariana, árbol que cobijaba todas las aves del amor, fuente clara en la que se reflejaban mi cuerpo y mi alma, su cuerpo y su alma, estaba a mi lado en esos tiempos de torrentes y de delicias, como la dulzura del mar Caribe, acariciándonos con su tibieza a la vez que nos acariciábamos y nos sumergíamos el uno en el otro. Fue ella también, el Teatro de la Casa de la Cultura de La Paz y tantos otros de Bolivia, en ese recorrer enorme, pero demasiado breve, a pesar de todo. Porque su temprana muerte, me trajo sus lecciones de soledad y de entender el tiempo que había intentado de vivir, mientras iba trepando la escalera de mi vida.
Después, otra vez en La Paz, el Teatro Municipal me atraía por los laberintos para llegar desde la zona de los actores a la sección de los palcos. Me fascinaban también los camarines de diferente magnitud y esplendor, repartidos en dos o tres pisos al costado del escenario; los enormes para la comparsa, los pequeños y coquetos para las primeras figuras. Y claro, el subir hasta la parrilla entre la maraña de cables, cuerdas y poleas. Yo nunca le había prestado atención a la leyenda del fantasma del Tío Ubico, no obstante ser tan cierto para los demás, pues hasta tiene su propio camarín, el único no numerado y sin cerradura y que, por supuesto, nadie ocupa pues es de propiedad del fantasma y esa tradición se respeta. Una noche, sin embargo, en una pausa de los ensayos creo que se nos manifestó. Estábamos en la confitería del teatro, con una de las actrices y su amiga que siempre la acompañaba y que se había hecho compañera de todo el grupo durante los meses de aprendizaje de la obra. Se trataba de una muchacha no muy agraciada y extremadamente tímida que, inclusive, había asistido a alguna de las fiestas del elenco y que no bailaba con nadie porque aseguraba, y no era difícil creerle, que no sabía bailar. Era tarde de la noche en ese ensayo general prolongado y la actriz que estaba con nosotros, al ver en su reloj lo avanzado de la hora, interrumpiendo el hilo de la conversación, dijo de pronto, “Es tan tarde que temo que se nos aparezca el tío Ubico”. Prestamente, yo le respondí: “No sé cómo puedes creer esas estupideces”. No había terminado de decir mi oración, cuando de pronto la amiga tímida se puso a temblar, empezó a sacudirse como si sufriera de corea, y de pronto empezó a bailar como si fuera una figura del ballet, con pasos, giros y pirouettes, con una perfección y una gracia realmente admirables. Todo eso habrá durado un minuto, y de pronto se aflojó, cayó al piso y se puso a llorar. Cuando le preguntamos qué le había pasado, dijo que no lo sabía y que no recordaba bien lo que había hecho, pero que luego de que se perdió de su propio control y todo terminó, le entraron unas ganas enormes de llorar. En esa oportunidad, en aquel teatro, con su presencia real y maravillosamente palpable, quien acompañaba mis días, era la nada mística y todo fuego Rebeca. Ella sí era objeto de todos mis delirios, mi religión pagana, mi dueña absoluta. Ella era la de las piernas de cielo, la de sexo obsesivo y perentorio. Rebeca, de corazón de témpano, de cuerpo de infierno, de noches y días de obsesiones que se extendieron por meses hasta que me abandonó. Rebeca, todavía te siento fundiéndote a mí en una verdadera pericia de cuerpos, pero con la ausencia completa de tu alma.
Alguna vez, actuamos también en el Teatro Achá de Cochabamba. Una vieja iglesia convertida en edificio teatral. También allí, trabajamos una noche prolongada armando la escenografía, y el teatro tenía sus ruidos propios, a ratos eran como un estallido, otros momentos, era como un largo susurrar que atribuíamos al viento filtrándose por las altas ventanas de la antigua cúpula. Ningún fantasma se nos apareció esa noche, pero al día siguiente, al llegar para el estreno nos encontramos con una pequeña parte de nuestro telón de fondo chamuscada, y varios orificios de quemaduras en el resto. No hubo tiempo de hacer nada para solucionarlo, pues era un telón prolijamente pintado con una especie de pintura abstracta que representaba a la vez el cielo y el desierto. La cruel pero infinitamente bella e insaciable Martina, que solía llevar un revolver en la cartera, esa y las demás noches se encargó de incendiarme a mí en su avidez transitoria y destructiva como la del fuego misterioso que había quemado nuestro telón. Martina, hecha de arrebatos de pasión y de ira, en esas cabalgatas frenéticas hacia un sol que no existía.
Infinitas veces actuamos en la Casa de la Cultura de Santa Cruz, más simple, más práctica, más moderna. Allí no había fantasmas ni ruidos extraños. En una de esas circunstancias y en la que yo oficiaba de director y no de actor, el espíritu que me rondaba y que me absorbía estaba de cuerpo presente porque yo la había llevado a que me acompañe, en mi ubicación para vigilar la obra desde el costado del escenario. La había conocido pocos días antes en la plaza frente al teatro, la había llevado a bailar, nos habíamos amado en un hotel poco encumbrado y yo, había aprendido en esos pocos días lo que era sufrir de la sed insaciable por un cuerpo, de la imposibilidad de llegar a su alma siempre ausente que se me escapaba como las nubes que se lleva el viento. Julieta, tú, sin otra luz que la de tu cuerpo que todo lo mío lo encendía, que me transportabas en la nave de tu vientre al mar ardiente pero vivificador de tu sangre, te siento inflamar mi mente y mis impulsos, parada a mi lado, atrapándome en ese lazo más inviolable y más fuerte que el de los cables de acero de la tramoya. Tú, resplandor inaprehensible, haciéndome sentirte en la semioscuridad de los hombros del escenario, mientras en la luminosidad plena de la escena, los otros representaban la vida del ensueño y tú y yo vivíamos la certidumbre completa de la realización inalcanzable. Julieta, tan lejana pero más viva que el personaje eterno con ese nombre, tu vida junto a mí, fue sólo un tránsito fugaz.
Fueron muchísimos más teatros en los que actué o los que simplemente asistí como espectador. En algunos de ellos, alguna mujer modificó la realidad para hacer que la percepción de los mismos fuera diferente. Nombraré unos pocos, brevemente, para hacer un homenaje a esos lugares y a quienes me acompañaron.
En Buenos Aires, asistí a una obra con actores famosos, pero al llegar al teatro la acomodadora era bella y tenía pintada en la mejilla, una imagen de El Principito. Eso fue bastante, tres o cuatro noches luego de la tardía salida del teatro y el desenfreno que sólo se da en aquellos encuentros fortuitos, escapándole al tiempo, al amor verdadero, y al conocimiento. También puedo hablar de la Cartoucherie de Vincennes y del Teatro de la Huchette, en Paris, y de quien alumbró esos días, Claire, entre fuegos e incendios, pues hasta incendiamos, de verdad, su buhardilla de sexto piso, debido a una garrafa de gas que presentó una fuga y a una estufa eléctrica encendida. A pesar de todo ese temor y desconcierto, el fuego nuestro fue más intenso y menos nocivo que el que quemó parte de su habitación. En San Francisco, EE.UU. me invitaron a conocer clases y actividades del American Conservatory Theater, y por supuesto, a presenciar una de sus obras. Allí, pude aprender con asombro, que movilizaban enormes escenografías empujándolas con un dedo, gracias a un sistema de aire comprimido que instalaban en las bases de las mismas, de manera que los enormes trastos, simplemente flotaban durante su traslado. También, el director tuvo una larga charla conmigo, y con su practicidad y simpleza de norteamericano, me dijo que si yo trabajaba como él, algún día tendría un teatro propio en Bolivia. Creo que no tenía mucha idea de las condiciones en las que trabajamos en Bolivia, pero igual, su cordialidad, su espontánea generosidad, me emocionaron. Allí, en San Francisco, se sumó Suzanne, que había aparecido para llevarme al museo a ver una colección de porcelanas chinas, que se apegó a mí, que me entregó los secretos de su cuerpo y algunos de los misterios de su alma. Finalmente, quiero mencionar el Theater des Westens, en Berlín, donde fuimos a escuchar alguna de las sinfonías de Beethoven, con toda esa pasión que únicamente los alemanes le suelen dar a la música. En esos días, en que mi espíritu había estado vacilando en las sombras, apareció Frederika, con su piel de vidrio, su pelo amarillo como los campos de Van Gogh, sus ojos en los cuales, yo creía estar mirando el cielo. Ella también era luz y calor, más intensos que los de los carbones de piedra que se quemaban en la estufa de su sala, en donde habíamos instalado nuestra cama para resistir al frío berlinés de diciembre.
Es posible entonces, que el modesto teatro de mi pueblo y de mi infancia, haya sido el más trascendente de mi vida. Los demás se fueron agregando en los escalones del tiempo, ese compañero inseparable pero inconmovible que no nos abandona de principio a fin. Los amores vividos, las circunstancias, los hechos, forman parte de la historia olvidable que vamos forjando y que sólo tiene trascendencia para mí, tal vez también para ellas, pero que se transformará en la nada en la ruta inagotable del tiempo. Pero supe amar, aquellas construcciones en las que se deslizaba mi oficio, aquellas mujeres, que para bien o para mal, me acompañaron. Quizá el universo sólo sea capaz de hacer la suma de todo ello, que, de todas formas, no será más que una cuenta insignificante que se perderá, o se guardará, en la infinita contabilidad del cosmos.