Conocí a Felipe Quispe el año 2002, tenía 17 años y estaba en primer año de derecho en la UMSA. Por azares de la fortuna salía con una compañera cuyo padre era comunicador, indianista y miembro del Movimiento Indígena Pachakuti (MIP). Un mediodía, cuando fui invitado a almorzar, me presentaron al Mallku quien había acudido para una sesión de fotos. Gonzalo Sánchez de Lozada era todavía presidente, Felipe Quispe era famoso por su extremismo. Nos saludamos con un apretón de manos aymara, cargado de desconfianza y casi nada de apretón. Tenía una expresión sería y me miró con indiferencia. Sentí miedo, no solo porque no esperaba semejante encuentro, sino porque a través de los años, el Mallku había construido una imagen de líder implacable, hacedor de bloqueos y cuyos enemigos irredimibles eran los q’aras. Durante algún tiempo medite sobre las razones de mi reacción y entendí que era sintomática de grandes prejuicios contra Felipe Quispe. Ahora que el Mallku ha muerto es un buen momento para intentar desmontar esos temores.
El miedo al Mallku es gatillado por su radicalidad, porque manejaba un discurso racista-reivindicativo y no dudaba en utilizar medios violentos para cumplir sus objetivos. Gracias a ello se ganó el rechazo de gran parte de la ciudadanía paceña y eventualmente perdió la pulseta electoral del 2005 contra Evo Morales. Esa imagen amenazante fue actualizada por los bloqueos organizados en agosto del año pasado contra el gobierno transitorio. Lo que solemos olvidar es que su lucha se desarrolló en un contexto de negación del racismo y la exclusión social en Bolivia. El Mallku lo denunció en todo momento y no claudicó en formar políticamente a sus bases para enfrentar esa realidad. Ese es uno de los aspectos más impresionantes de su legado. Muchos lo recuerdan por su memorable respuesta a Amalia Pando al ser increpado por sus acciones violentas: “A mí no me gusta que mi hija sea su empleada de usted” yo destaco la forma en que criticaba a Evo Morales: “Ese es un ignorante, por eso no puede debatir con gente más ilustrada porque sabe que va a caer”. Y es que a Felipe Quispe le preocupó la formación intelectual, no solo la lucha efectiva. Distante del exotismo de personajes como David Choquehuanca, el Mallku sabía que la inferioridad intelectual generaba dependencia, de ahí su rechazo al indigenismo, al tutelaje y al rol dependiente que se le asignaba al indio. Su propuesta combinó la lucha política con la formación intelectual rigurosa, pero lejos de caer en un academicismo altruista, vinculó la preparación como herramienta de combate con una constante recuperación de la memoria histórica en busca del empoderamiento, un proceder común entre indianistas y kataristas.
En sus debates con el Tata Quispe, el Mallku acusó a su interlocutor de servil. Era interesante como construía la identidad aymara como ligada al trabajo rural, como si la migración urbana provocara la perdida de capital identitario. Pero en esos debates también recordó al gran enemigo a derrotar: el q’ara encarnado en el gobierno de Jeanine Áñez. “Estas pasando a la historia, aliado del opresor, te van a escupir, orinar en todo lado” increpaba al Tata Quispe. Para el Mallku los aymaras eran una nación, una verdadera comunidad y se constituían como tales no solo por vínculos históricos y afectivos sino por enfrentar enemigos comunes: el criollo, el blanco, el republicano y el neoliberal podían ser sintetizados racialmente en el q’ara. Ese blanco opresor estaba ubicado fuera de esa nación imaginada. Los extranjeros invasores, desde Francisco Pizarro hasta Sánchez de Lozada, debían ser derrotados e incluso erradicados. Servirles o aliarse con ellos era el mayor acto de traición a la nación.
Precisamente la paradoja de su legado es la efectividad de su convocatoria a la lucha contra la opresión y el fracaso de sus aventuras electorales. Alejado de discursos estériles, el Mallku llamaba a la acción, al combate intenso atravesado por el orgullo de la identidad india históricamente humillada. Sin embargo, esa estrategia mostraba fisuras al momento de intentar conquistar el poder a través de mecanismos pacíficos, era difícil establecer alianzas con sectores no indios o incluso con los pueblos indígenas de tierras bajas, ajenos al etnonacionalismo aymara que tanto divulgó.
Pero sería un grave error reducirlo a su radicalidad sin considerar su mensaje central. El estado emergente de la Revolución Nacional es un fracaso, el Estado Plurinacional es ilusorio, el racismo sigue vigente, la exclusión se configura racialmente, todavía está latente en las elites y amplios sectores de nuestra población, no se lo puede derrotar desde la pasividad ni a través de palabras rimbombantes. “¡Nos dicen indios de mierda, masiburros, masillamas, ustedes no saben lo doloroso que eso!”, sus declaraciones no eran un lamento, eran una herida abierta a través de la cual se convocaba nuevamente a la lucha por el poder, solo conquistándolo podían revertirse injusticias históricas. Estudiar su obra, con sus errores y aciertos, es un deber, no solo para sus seguidores sino para todo aquel que pretenda comprender nuestra accidentada historia. Meditar sobre las razones de su radicalidad ayuda a entender la magnitud de la exclusión sobre la cual se edificó nuestro país.