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Reflejos de Cecilia

Andrés Canedo

En estos tiempos largos del encierro, uno hurga cosas, recuerdos extraviados, bagatelas perdidas, símbolos profundos, olvidados  en el fondo de un cajón perdido en el tiempo y en la memoria. Allí apareció la foto de ella, sus ojos grandes, la boca perfecta, la nariz pequeña. Es una foto en blanco y negro en la que uno adivina o cree recordar aquellos jóvenes años suyos y las promesas de amor tan lejanas, tan secas por el deterioro de los años. La veo en la fotografía, la palpo (pero lo que captan mis manos es la sensación del papel), la huelo, y, poco a poco, el olor a humedad y a cartón viejo, se va transformando en un aroma, en el aroma único de ella. Entonces, desde allí, vienen los recuerdos, las sensaciones, las imágenes que se presentan como en una cinta de cine.

La conocí cuando ambos éramos todavía adolescentes. Sin embargo, desde el primer momento, supe que ella, Cecilia, era especial, no sólo por bella, sino por la lucidez y la rebeldía de su espíritu. Ella apostaba por su libertad y leía cosas más avanzadas que yo. Entonces, me escribía unos poemas salpicados de sexo, aunque nosotros, en la realidad, no pasábamos de algunos besos y de algunos toqueteos apenas audaces.  No obstante ello, un poco después, en la sala de su casa donde nos encerrábamos con el pretexto de escuchar música, mis caricias atrevidas iban abriendo caminos de luz y de fuego en el crisol de su cuerpo todavía virgen. A fuerza de lastimarlo,  yo iba haciendo madurar el fruto, todavía ignoto, de su sexo. Pero también hacíamos todo lo de los muchachos de nuestra edad. Íbamos al cine, por ejemplo, a la última fila, y mientras pasaba la película a la que no le prestábamos atención, ella se quitaba los zapatos y, en un insólito acto de acrobacia, apoyaba sus pies desnudos sobre mis muslos. No sabía yo, en ese tiempo, si aquello era intuición o sabiduría, pero, sin duda, era un gesto delicioso que me gustaba tanto como su boca. También, ella hacía, esporádicamente, cosas que no eran muy comunes entre los muchachos de nuestra edad. La más notable, era aquella de abandonarme por cortas temporadas y enamorar con uno de mis mejores amigos, Arturo, al que también abandonaba a los pocos días, para volver a mí. En honor a la verdad, debo decir que sus tiempos conmigo eran mayores y, probablemente, más intensos. Y así seguimos preparando el momento, hasta que el fruto de su cuerpo estuvo maduro y empezamos a hacer el amor. Sin embargo, durante ese proceso de maduración, uno de aquellos días en que estábamos en su sala, con la inocente complicidad de su madre, llegó intempestivamente su padre: habíamos sentido el vehículo entrar al garaje. La mamá y la hija, desesperadas, la única solución que encontraron fue encerrarme en el ropero de mi amada. Allá, a pesar del terror, yo logré superar el miedo con la sensación maravillosa que me producían, al rozarme, los vestidos de ella y que yo sabía que se colocaban directamente sobre su piel, objeto de mis delirios. Esa sensación, cargada de dulces premoniciones, me salvó durante los largos minutos de espera allí encerrado, hasta que su padre entró al baño a ducharse y yo tuve la oportunidad de escapar de la casa.

El tiempo de hacer el amor en los escasos lugares propicios, fue pródigo en encantamientos y develaciones, a pesar de la impericia de aquellas primeras experiencias. Eran el fuego exacerbado por la dificultad, las ansias exaltadas por la espera, las maravillas del encuentro finalmente posible y de la consumación exaltada y copiosa. El baño de mi casa, algún terreno baldío y oscuro en la noche, la sala de su casa a la que no habíamos renunciado y en la que seguíamos tapando los ruidos del amor con la música de los discos. Esos eran los lugares. Y todo ese tiempo de exaltaciones se acompañaba de las cosas que nos escribíamos, intensas, desesperadas, crueles y que también rozaban el tema de la muerte: Eros y Tánatos, hermanados, amándose casi incestuosamente.  Vino también el tiempo de las separaciones, por su causa o por la mía: pocos días o pocos meses, pero que siempre conducían a un reencuentro, pleno de explosiones, de erupciones de fuego, de reconocimiento entre nuestros espíritus efímeramente extraviados. Por lo tanto, siempre volvíamos. Volvíamos, a pesar de la desesperanza, y aprendimos a vivir el presente. Así, en uno de esos tiempos de volver, mientras todavía estábamos en las primeras etapas de nuestra relación, yo, que siempre estaba persiguiendo ser artista, me metí a un grupo coral cuyo director, un tipo brillante perdido en ese pueblo, compuso una misa para que la cantemos. Fue un duro proceso y yo, entusiasmado, le pedí a ella, que era menos religiosa que yo, que asistiera al estreno con la esperanza de que descubriera el artista que había en mí. Al salir de la presentación de la obra, ansioso de halagos, le pedí que me diera su opinión. Estábamos sentados en un banco de la plaza y ella, desde la soberbia altura de su crueldad, me dijo, “los coritos me resultan insoportables”, pero inmediatamente, para compensar mi desazón y mirándome fijo a los ojos desde sus ojos almendrados y alumbrando intenciones, tomó mi mano con la suya y la puso, por unos segundos, entre sus piernas, muy próxima al fuego de su sexo. Todo mi enojo y mi desaliento, desaparecieron instantáneamente en el sueño y en la promesa de su cuerpo. Siempre volvíamos, y uno o dos años después, ya ambos estábamos en universidades de distintas ciudades. Al volver al pueblo, en una vacación, la encontré en un día gris y lluvioso en la misma plaza de siempre. Se acercó a mí, simplemente, y sus primeras palabras fueron, “linda mañana para suicidarse, ¿verdad?”. Esa mañana, mi madre estaba de viaje y mi padre en el trabajo, así que con la casa vacía, nos fuimos a hacer el amor y a entregarnos raudales de espíritu, a sentirnos desde muy adentro, a comulgar sentires y emociones. Nos amábamos, claro, pero sabíamos que ese amor sólo tenía realidad en transitorios fragmentos de tiempo, en apasionadas brevedades, en las palabras que nos decíamos desde las profundidades de nuestras almas. Aquella mañana la amé y me amó en la fugacidad de esos minutos, con la conciencia única del presente, sin expectaciones ni esperanzas, con una alegría asentada en la tristeza, con la certeza del subsiguiente desamparo hasta el próximo encuentro, así cada uno tuviera entonces o en la próxima oportunidad, un otro amor al que se debía. Siempre nos reencontrábamos, no importaban las circunstancias; bastaban unas palabras bien dichas, la comprensión de algunos subtextos, un gesto cargado de connotaciones; siempre volvíamos.

Dos años después, yo ya me había casado con una mujer sabia y bella, asimismo libre y audaz, y estábamos pasando un par de días de vacaciones, aprovechando la casa de unos amigos que habían viajado, en la ciudad donde estudiaba Cecilia. Mi mujer sabía de toda mi historia con esa muchacha de mi pueblo y entendía también, desde la luz de su corazón, (pues ella sentía que el mismo era más que un músculo o una máquina de carne hecha para bombear sangre), que eso estaba inconcluso. Encontramos a Cecilia en una de las calles del centro y los tres nos metimos en un café. Allí, Cecilia, superándose a sí misma, declaró que no había podido dejar de amarme a pesar de todos los hombres por cuyas vidas había pasado. Mi mujer, siendo ella misma, nos propuso entonces, que viviéramos los tres juntos. Sólo ante esa propuesta, repentina y rotunda, Cecilia se calló y se sumó a mi asombrado mutismo que venía desde minutos antes. Pero mi compañera, decidió llevar las cosas más allá y nos llevó, cordialmente, a la casa donde estábamos alojados. Luego de tomar un café con nosotros, anunció que tenía que ir a hacer unas compras y nos dejó solos. Cecilia, sentada frente a mí, hermosa como sólo se puede estar con la luz de las hormonas y el arrojo, me pidió que le hiciera el amor, se levantó la falda y abrió las piernas, y me dijo que no fuera cobarde, que me atreviera a un pecado grande, a uno de aquellos que sólo las almas grandes pueden cometer. A pesar de que el deseo me quemaba, no fui capaz. Entonces ella agachó la cabeza y lloró suavemente mientras decía, “tu mujer me ganó, tu mujer nos ganó”.

Quince años después, ya casado con otra mujer, después de una larga y oscura época luego de la muerte de mi primera esposa, recibí una carta de Cecilia remitida desde otro país. Me decía que ella había asistido con su marido a una fiesta en la embajada de Bolivia y que en la misma, había averiguado con la Agregada Cultural, que su amigo, o sea yo, era un actor famoso en ese país y que la Agregada le había sugerido que me escribiera a la institución cultural en la que suponía yo trabajaba.  Así recibí la carta, así le contesté, y como nosotros siempre volvíamos, las cartas fueron llenándose de subtextos cada vez más candentes e impropios, y de pronto cesaron. Una tarde, estando en mi casa, atendí una llamada telefónica y reconocí su voz al instante. Me dijo que estaban de visita, con su marido, por tres días en Bolivia; agregó también que querían visitarme. Vinieron a casa. Yo la miraba, tratando de encontrar mis rastros en ella, pero lo hacía con la doble prudencia que me imponían su marido y mi mujer. Sentía que ella me miraba y pensé que lo hacía con la doble prudencia que le imponían mi mujer y su marido. Cecilia, seguía bella, pero esa vez, era absolutamente insondable. La charla fue protocolar, correctamente amable. Nunca la volví a ver.

Treinta y cinco años después, volví al pueblo donde aquellos amores juveniles habían  sucedido. Busqué a mi amigo Arturo, aquel que por temporadas integraba el triángulo amoroso. Una tarde, tomando un café, hablamos de Cecilia. Arturo me confesó que también le habían dolido esas derrotas a la que los amores cambiantes de Cecilia nos habían sometido cuando éramos adolescentes.  Me dijo también, que unos años después, la encontró en la ciudad en la que ella estudiaba, que se fueron a tomar un café juntos y que, sin que mediaran preliminares ni escarceos, de allí se fueron directamente a un hotel a “coger”, así lo dijo. Y que nunca más supo de ella. Curiosamente, el relato de mi amigo me cayó simpático y me hizo pensar que Cecilia había sido ella misma, al menos como lo era en aquellos años tempranos de su vida. Me pareció bien, me pareció coherente, hasta sentí una sonrisa que recorrió desde mi alma su trayecto de resplandores hasta mi boca; una sonrisa en homenaje a ella.

Ahí está, otra vez en el cajón la foto de Cecilia. Ya sé dónde se encuentra por si alguna vez quiero mirarla nuevamente. En estas palabras, la recuperé en sus formas, en sus aromas, en su sabor, en muchas de sus locuras que no he querido contar. Claro, la memoria sólo recupera fantasmas, cuerpos sin consistencia, emociones en el espejo. Pero allí está la foto, con su aparente realidad de papel, y tal vez la vuelva a ver. Total, ya sé que Cecilia y yo, siempre volvemos.

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