Si las encuestas en boga pintan de manera confiable el temperamento mental de los electores, Bolivia está en puertas de recuperar la democracia multipartidaria que perdió en diciembre de 2005. Muchos ya lo celebran; otros en cambio, temen a las recaídas. Se asoma pues una especie de hegemonía compartida, aunque el término sepa a contradictorio.
De ocurrir así, los reiterados rumores en sentido de que estamos a punto de perder la democracia, quedarían en puras, aunque siempre agradecibles advertencias. Tres fuerzas podrían ser los engranajes del nuevo sistema: el MAS, CC y BDN. Estamos hablando, primero, de una fuerza territorial campesina con moderada gravitación en algunos segmentos citadinos y casi unánime implantación en el departamento de Pando y el área rural de Cochabamba o Chuquisaca (el MAS); luego de una corriente urbana de clase media situada sobre todo en el occidente del país, con una especial llegada en la ciudad de Potosí, (Comunidad Ciudadana); y de un partido predominantemente cruceño, sigla residual de lo que fuera la llamada “Media Luna” hasta 2008 (“Bolivia Dice No” o Demócratas).
Aunque a primera vista no se note, se trata de tres identidades, cuyas diferencias suenan hasta ahora consistentes, con lo cual no es esperable una fusión o descarte. Están los que tienen que estar. Además, a futuro, las tres podrían tener serias posibilidades de armonizar entre sí cuando Evo Morales o Álvaro García Linera, de ánimo siempre sectario, hayan sido definitivamente jubilados por la coyuntura. Estamos pues condenados a entendernos.
La novedad mayor del tiempo que llega es que los deseos del MAS de estabilizarse como partido predominante quedarían finalmente archivados. A partir de año próximo, la actual clase gobernante tendría que sentarse a conversar con sus rivales, algo que solo hizo a disgusto en las horas previas al referéndum por la nueva Constitución. Quizás algún día valoremos las concesiones que se hicieron entre 2006 y 2009, dado que forman parte de las salvaguardas que nos siguen preservando de severos tropiezos.
La gran diferencia entre éste y el tiempo de agonía del neoliberalismo (2000-2005) es que esta transición no circula sobre un campo minado. No se perciben trincheras profundas y a pesar de algunos esporádicos estallidos verbales, Bolivia no enfrenta aún disyuntivas categóricas. Ni la oposición quiere un vuelco radical, ni el gobierno está aspirando a incendiar la escalera para no dejar subir a nadie. El próximo parlamento será plural y mucho menos aburrido de lo que ha sido desde 2009 hasta la fecha.
Aún si el MAS consigue gobernar por otro lustro, el escenario se habrá poblado de miradas condicionadas, de opiniones divergentes y de acciones puntuales de resistencia en todos los flancos. Tras haber desconocido la voluntad popular expresada el 21 de febrero de 2016, la reconciliación del MAS con la clase media urbana es prácticamente imposible. Le tocará entonces convivir con ella y reconocer su capacidad de movilización y contra-propuesta. Todo apunta a que no habrá un hundimiento del régimen como el que vimos en Brasil o Ecuador, sino suaves turbulencias que nos acercan más a Argentina o Chile. A pesar de lo que se grita, estamos condenados a entendernos.
Como en ninguna de las dos elecciones anteriores, en ésta hay serias posibilidades de que tengamos que organizar una segunda vuelta. Si estamos a favor de apuntalar un nuevo sistema partidario que le ponga contrapesos al MAS, aquella reconvocatoria a las urnas será benéfica. Aunque el balotaje no cambia la correlación de fuerzas parlamentarias, le dará energía a una oposición que la necesita. Si se viene la segundita, entonces querrá decir que el Gobierno ha perdido la mayoría absoluta y que solo la puede recuperar bajo las pautas de un duelo polarizador.
Por eso, en contra de quienes dicen que “votar no sirve para nada” al estar bajo un contexto lleno de sospechas y yerros del Tribunal Supremo Electoral (TSE), porfío en la decisión de asistir a las urnas, vigilar todas las mesas que se pueda y supervisar a los vocales como si estuviéramos otra vez en 1978. Aquel año, las fuerzas democráticas participaron de un proceso electoral escandalosamente turbio, el cual fue finalmente anulado. Su participación fue pieza clave de la resistencia a la dictadura, porque ésta se vio obligada a repatriar a los exiliados y a permitir campañas electorales que repusieron la normalidad del sufragio. Solo quien desconozca esta faceta pasada puede animarse hoy a llamar a la abstención.
Rafael Archondo es periodista