No sé si por flojera de pensar hipótesis más sesudas o por tirria a los juicios abstrusos de esos franchutes que citan algunos sociólogos, pero me atrae la explicación de Carl Schmitt -aunque a lo mejor sea una mera ilusión intelectual- de que los sistemas políticos usualmente se basan en unos pocos principios, cuando no en uno solo.
Por ejemplo, según Schmitt, la modernidad occidental puso al Estado en lugar del dios medieval. Al igual que su predecesor divino, el Estado lo regla y prevé todo, sin que nada se le escape que no esté prohibido o permitido. Incluso el estado de excepción (o estado de sitio, en nuestra jerga constitucional) opera en vez del milagro cristiano, cuando hay necesidad de socorro o intervención extrema.
Esa analogía de Schmitt es tan convincente que si no fuera verdad, merecería serlo, como el dios inventado de la clásica frase irreverente de Voltaire. Adaptando esa analogía, el periodo abierto el 2003 en Bolivia puede también reducirse a este breve guion: “las élites son tan retorcidas, incapaces y fuleras como el pueblo es benigno, virtuoso y visionario”. Es el reverso de la convicción previa (entronizada en 1985) de que el remedio infalible era una élite tecnocrática, moderna e iluminada.
Esas premisas contrarias han imbuido cada eslogan, cada discurso y cada acción, cada una en su tiempo. Si en los años 90 el ministro paradigmático era un reputado tecnócrata, mejor si exfuncionario internacional -aunque su talento no fuera tan macanudo como su CV-, en esta fase el modelo es el sindicalista, el minero o la dirigente, adecuados al arquetipo del pueblo inocente y hermoso (parafraseando al Himno Nacional). Poco importa si acatar siempre esa receta, algo ajada ya, acaba en una frustración similar a la tecnócrata.
Vivimos pues de la fe en el pueblo santo, una extensión (diría Donoso Cortés, uno de los “malos” referidos por Carl Schmitt) del dogma rousseauniano de que el ser humano es naturalmente bueno y de que, por tanto, es garantía suficiente un pueblo desprovisto de las hipocresías de los cultivados. Este axioma funca incluso para evaluar a las autoridades. Evo, dice el credo, es cándido y espontáneo, en consecuencia ejemplar, sin importar lo que al final diga o haga. El Vice, en cambio, más estudiado y maquinador, no funciona como emblema de esta época, aunque la haya craneado.
Los proyectos elefantiásicos del Estado son también menos el producto de la zoncera o de la falta de técnicos que sepan lo que hacen, que del antojo de que los viejos sueños populares necesitaban solo desplegarse, sin élites reveseras que lo impidieran. La producción cañera en San Buenaventura era un anhelo popular ya en mi niñez, como las bienaventuranzas del Mutún o, en Potosí, la rehabilitación de la planta de Karachipampa, ese negociado de los años 70. Los tres proyectos han sido impulsados sin suerte por este Gobierno, plasmando el criterio de que si el pueblo los imaginó, nomás faltaba que se materializaran para fortuna de la patria. Electoralmente tiene lógica, pero por lo visto la realidad es menos dúctil que las creencias.
Si es entonces cierto que el período actual se funda en el precepto del pueblo noble, por oposición a la élite rapaz, resta conjeturar cuál será el principio sustituto que aguarda en nuestro porvenir. Reciclar el paradigma de las élites bienhechoras sería como enfrentarle al actual, otro trauma reciente.
De seguro que los idealistas armarán un postulado por el que en cuestiones especializadas manden los expertos y en las políticas defina el pueblo. Por deformación personal, empero, me tinca que es más prudente atender a los pesimistas. Así, tal vez la doctrina que nos espere nada tenga que ver con las dos previas. Si el desbarajuste, de poder o de falta de guita, acabara con este ciclo, quién sabe la nueva fórmula rememore más a un pasado rudo, como “el orden a cualquier costo” o, para volver a una noción familiar, “la venganza que promete de nuevo hallar a los culpables”. Ya se sabe: una idea fácil en remplazo de otra. Y así.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.