La virgen puta. Una novela negra y punk por entregas de Patxi Irurzun con ilustraciones de Juan Kalvellido.
Me gustaba andar. Sobre todo cuando estaba borracho. Era como hacer el muerto sobre el mar, permitir que las olas me acunaran, me arrastraran hasta dejarme varado en la playa. La única diferencia era que en lugar de alzar la mirada y encontrarme con el azul luminoso del cielo veía los bloques de viviendas de los barrios trabajadores -en los que ya casi nadie trabajaba- inclinándose hacia mí, hablándome al oído, recordándome los viejos tiempos, pero a la vez ensuciándome la oreja con su saliva maloliente.
Yo había crecido en uno de esos barrios, no importaba cuál, porque aunque entonces nos parecía a cada uno que el nuestro era singular -el barrio sin ley, el barrio conflictivo, EL BARRIO- en realidad eran todos iguales. Los edificios gemelos, cuarteados en bloques de cemento, sus fachadas descascarilladas, sudando sangre gris, los chandals limpios colgando en las ventanas, el ruido de los tubos de escape trucados de las motocicletas robadas, los gritos de los chavales en los portales, sin otra cosa que hacer y sin ganas de hacer otra cosa, las mierdas de perros en las aceras (últimamente, por cierto, todas las familias tenían un perro, y era el padre quien lo sacaba a pasear)…
Aquello era lo que me diferenciaba de Lorea. Raíces que crecían en las tripas y te las revolvían.
Me pregunté cuanto tardaría en regresar al barrio. Todo aquel que no hacía de tripas, de aquellas tripas de madera, corazón, terminaba regresando. Las fronteras también existían, quizás eran las únicas que existían de verdad, en cada ciudad, en cada país, y la única manera de atravesarlas era la traición, el olvido, la delación… Eso o la guerra. La guerra en los barrios se llamaba revolución, pero ya nadie lo recordaba. Sólo recordaban el nombre de sus perros.
Llevaba un buen pedo, sí señor. De todas maneras era mejor que echar la pela en el autobús. Continué, pues, paseando en la noria de mi mente hasta que dos o tres horas después me apeé a la entrada del tanatorio.
No tuve que preguntar en que puerta se velaba al Tiñoso. Apenas atravesé la puerta me recibieron los acordes de una canción de los «RIP», el tintineo de vasos entrechocando, risas… En la puerta había un tipo con una cresta de color naranja, durmiendo la mona. Dentro otros parecidos a él, sólo que éstos pegando botes, o bebiendo litronas… La música provenía de un enorme loro, y era Picio el que cambiaba las cintas. Un poco más al fondo vi a Lorea, hablando con Pelusa. El hacía fantásticos remates a gol en el aire. Ella se reía, se reía… Una especie de mal viaje.
Me acerqué a Lorea, intentando que me ayudara a salir de él.
-¿Qué coño pasa aquí?- le pregunté.
-¡Felisín!- me besó en la boca.
Ella también estaba borracha, pero en lugar de cloaca en la lengua tenía una banda de músicos sudados.
-Tranquilo, hombre, hemos alquilado el garito, podemos hacer lo que queramos. Bueno, lo ha alquilado Picio, no mi pa-pá- aclaró con cierto recochineo.
-Pero ¿cómo?
-Yo que sé, se ha ocupado de todo el de la funeraria. Han llamado al manicomio, le han dicho que el único familiar que tenía el Tiñoso era su padre y, bueno, ya oíste la canción de la otra noche, no se llevaban muy bien, así que ha consentido que lo enterráramos como nos diese la gana. Así se ahorra el viaje- dijo, y comenzó a tararear el nuevo tema que Picio hizo sonar: «No más punkis muertos», de MCD.
Eso me hizo recordar que no estábamos en una fiesta. Allí había un muerto. Tal vez si hubiese intentado sacarle los clavos a toda aquella panda les hubiese importado una mierda, pero no creo que hubiese pensado lo mismo el vigilante que entró en ese momento en la habitación.
-¡Por favor, un poco de respeto!- trató de hacerse oír.
Nadie le hizo caso, así que tuvo que abrirse paso hasta Picio. Salieron al pasillo, a negociar más tranquilos. Les seguí y una vez que Picio logró calmarlo me dirigí a él.
-¿Qué es todo esto, Picio, estás loco?
En ese momento pasó junto a nosotros el Profeta cantando «Una espiga dorada por el sol».
-¿Qué pasa?- se defendió Picio-. El Tiñoso se habría apuntado a una movida así.
-Pero, pero… ¿Y cómo vas a pagarlo?
-Eso no es problema. Botes en los bares, por ejemplo. El Tiñoso tenía muchos fans. Además tampoco es demasiado caro- me enseñó la tarjeta que le había entregado el día anterior el funerario-. Yo también tengo unas pelillas ahorradas.
Picio tenía aquellas pelillas ahorradas desde que yo lo conocí, hace años. Aunque su sueño era fichar por «Playboy» un sentido más práctico de la vida le hacía aspirar a regentar su propio estudio fotográfico. Sabía que siempre habría niños que hacían la primera comunión, pipiolos que se casaban y un montón de carnets que llevar en las carteras.
-No me importa- dijo, y yo comprendí el sacrificio que en realidad eso significaba.
Picio tenía casi 30 años y todavía el único dinero que administraba era la paga que le daba su madre, así que aumentar sus ahorros no parecía muy probable, pero mantenerlos suponía una proeza.
-Toda esa gente, el Fistro, la Cucurrucu, Gloria, el Tiñoso…- la voz le temblaba-. Es como si hubieran pasado por el mundo sin que nadie se diese cuenta-. No entiendo… no entiendo que alguien se pueda morir y no haya a quien le importe.
Estaba llorando. Nunca había visto a Picio llorar. Ni siquiera sabía que pudiera hacerlo. Por eso dolía tanto. En realidad yo no era un tipo duro. Sólo un pellejo inflado por el güisqui, y cada lágrima que rodaba por las mejillas de mi colega era una gota que se escapaba por alguna grieta.
-Gordo, cabrón- dije, y me volví hacia el ventanal que había a mis espaldas.
En la calle continuaba lloviendo. O al menos eso era lo que veían mis ojos.