En la historia, los hechos violentos pueden ser vistos desde diversas perspectivas, dependiendo de quién los cuente, el momento en que se viva y el régimen que impere. En Bolivia, esto puede comprobarse en varios sucesos: la Guerra Federal de fines del siglo XIX y principios del XX (que los conservadores consideraron un golpe de estado), en la “Revolución gloriosa” de los republicanos de 1920 (que los liberales denunciaron como un común y vulgar golpe de estado), en la Revolución de 1952 (que los del viejo orden consideraron un golpe de estado) o, más recientemente, en los hechos de 2019 (que para el pitismo son parte de una “revolución ciudadana”, pero para el masismo de un “golpe de estado”). Como puede verse, la historia se repite y nada muy nuevo ocurre bajo este sol que nos alumbra.
En todos esos hechos, generalmente se impone un relato “oficial”, que narra las hazañas de los líderes y exalta a las élites, pero deja en el anonimato a los de abajo, que son los que pusieron —literalmente— el pecho a las balas. Esto sucedió siempre. Por ejemplo, de las guerras crucistas se conocen las proezas épicas del mariscal de Zepita, el mariscal Braun y otros militares de renombre, pero se ignora por completo el nombre de los que estuvieron en la vanguardia y murieron peleando para aquellos, ejércitos de Mamanis, Condoris y Quispes, cuyos retratos nunca veremos en los museos.
Lo propio ocurrió con las historias que refrendan las teorías del “golpe de estado” y de la “revolución ciudadana”, cada una con sendos divulgadores. Este tipo de historias, además, totaliza los hechos en un todo aparentemente comprensible y unilineal, compacto y simple, con buenos por este lado y malos por aquel lado, dejando de lado la posibilidad de que no exista una imagen única que legitime o valide un determinado paradigma político (en este caso, el del Estado Plurinacional o el de la República de Bolivia). Y así, la historiografía se convierte, más que en la búsqueda de los motivos sociales, económicos, políticos y culturales de los hechos, en el pivote narrativo sobre el que se asienta y justifica una creencia o un prejuicio políticos, pues toda narrativa historiográfica tiende a ser triunfalista y victoriosa.
Sin embargo, desde la ciencia política, la línea que divide lo que es un golpe de estado y una revolución es harto delgada y difusa. Más que con los mecanismos y técnicas, tiene que ver con los móviles “legítimos” o “ilegítimos”, con las causas “patrióticas” o “interesadas” o con las ambiciones particulares o los intereses de grupo. Entonces el debate para decidir si fue lo uno o lo otro se hace muy difícil, pues lo que es “legítimo” o “ilegítimo” (que está más allá del derecho), se puede resolver solamente con el paso del tiempo, cuando las pasiones y los enconos se apaciguan y son otros actores intelectuales los que miran los acontecimientos, tal vez desde perspectivas menos politizadas o parcializadas. Por otra parte, hay que indicar que la memoria humana es caprichosa: deforma los hechos, oculta tanto como revela, huye al control lógico y generalmente tiene un efecto perjudicial en la reconstrucción objetiva de los episodios históricos; lo que recuerda, lo que elige de sus recuerdos, cómo hila el relato, las palabras que elige y las que desecha, lo que considera memorable y principal o accesorio y anecdótico, todo ello muchas veces escapa a lo racional. Es por esto que nunca llegamos a conocer la verdad histórica más rigurosa, la más certera, sino solo sus atisbos, la superficie, sus varias interpretaciones. Porque la historia de Bolivia, como la de toda sociedad, es compleja, tiene capas imperceptibles, dimensiones contrapuestas, voces que se contradicen y que tienen su parte de verdad (y de mentira) y actores infravalorados.
De todo esto, lo único que me atrevería a decir con relativa seguridad es que Bolivia vive en una especie de guerra civil perpetua pero encapsulada en ciertos momentos, guerra que, por la inercia de la historia, estalla esporádicamente en conflictos que recubren con fachadas diferentes un mismo conflicto: la pelea entre las élites tradicionales y los grupos marginados. El problema es que ninguno, ni élites ni subalternos, ha entendido todavía las reglas de la democracia moderna, sistema que demostró ser el menos malo de todos lo que el ser humano inventó hasta el día de hoy.
Hace poco pregunté al gerente de una afamada empresa encuestadora si él también percibía a Bolivia como el país más conflictivo de la región, esto con el fin de saber si aquella percepción mía se acercaba a la realidad o era solamente un prejuicio o un complejo psicológico. Pero me dijo que sí. Que, en sus varios viajes por Latinoamérica, la mayor cantidad de desmadres la había visto en este país. Aquí, en Bolivia, la “hija predilecta” del Libertador; el país que es “un amor desenfrenado por la libertad”.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario