Hoy, cuarenta años después, esa mañana sigue viva en la memoria colectiva. No solo por la magnitud del sismo, sino por la forma en que transformó para siempre la relación de una ciudad con su suelo, con su gente y con su historia.
Era jueves, 19 de septiembre de 1985. El reloj marcaba las 7:17 de la mañana. Ciudad de México comenzaba su rutina con la calma habitual de una metrópoli que despierta entre bocinas, pasos apresurados y desayunos a medio servir. Los niños se alistaban para ir a la escuela, los oficinistas abordaban el transporte público, los comerciantes levantaban cortinas metálicas y los noticieros matutinos comenzaban a transmitir titulares. Nadie lo sabía, pero bajo el Océano Pacífico, frente a las costas de Michoacán, dos placas tectónicas se encontraban en tensión. La placa de Cocos se deslizaba lentamente bajo la placa Norteamericana, acumulando energía durante décadas. Y entonces, la ruptura.
Un sismo de magnitud 8.1 sacudió el subsuelo con una violencia que no se había sentido en generaciones. La duración fue de casi dos minutos, pero bastaron segundos para que el miedo se apoderara de millones. La energía liberada fue equivalente a seis millones de toneladas de TNT. Las ondas sísmicas viajaron a siete kilómetros por segundo y, al llegar al Valle de México, encontraron un terreno blando, compuesto por arcillas y sedimentos del antiguo lago de Texcoco. Ese suelo, lejos de amortiguar el impacto, lo amplificó. Las construcciones vibraron como hojas al viento. Algunas resistieron. Muchas no.
La ciudad no estaba preparada. El desastre fue inmediato. Edificios se desplomaron como castillos de naipes. Columnas se quebraron. Techos se vinieron abajo. El polvo cubrió las calles. El sonido de cristales rotos, alarmas, gritos y silencio se mezcló en una sinfonía de caos. En cuestión de minutos, la capital mexicana dejó de ser la misma. Lo que había comenzado como un día cualquiera se convirtió en una de las jornadas más trágicas de la historia moderna del país
El derrumbe físico y humano: cuando la ciudad se volvió escombro
La magnitud del desastre fue tan brutal que, desde entonces, en México se habla de un antes y un después del 19 de septiembre. El sismo de 8.1 grados, con epicentro en la costa de Michoacán, liberó una energía equivalente a seis millones de toneladas de TNT. Pero lo que convirtió al temblor en tragedia fue el terreno sobre el que se asienta la Ciudad de México: un lecho de arcillas y sedimentos del antiguo lago de Texcoco que amplificó las ondas sísmicas, provocando un efecto devastador.
Las zonas más afectadas fueron el Centro Histórico, donde edificios coloniales y estructuras centenarias se desplomaron o quedaron gravemente dañadas; la colonia Roma y Doctores, con construcciones de mediana altura que colapsaron por completo; Tlatelolco, donde el conjunto habitacional Nonoalco-Tlatelolco sufrió el derrumbe del edificio Nuevo León, símbolo del desastre; y las colonias Juárez y Cuauhtémoc, áreas comerciales y de oficinas que quedaron reducidas a ruinas.
Más de tres mil edificios se derrumbaron total o parcialmente, mientras que más de treinta mil inmuebles sufrieron daños estructurales graves. El Hospital Juárez, uno de los más importantes del país, colapsó con pacientes y personal dentro. El Hotel Regis, ícono del siglo XX, desapareció del mapa urbano. Escuelas, fábricas, estaciones de radio, mercados y viviendas populares quedaron destruidas. La infraestructura básica se paralizó. El suministro eléctrico falló. Las comunicaciones se interrumpieron. El transporte público quedó inutilizado en muchas zonas.
Las cifras oficiales reportaron cerca de seis mil muertos, pero estimaciones independientes hablan de hasta cuarenta mil víctimas fatales. Decenas de miles de personas resultaron heridas, muchas con lesiones permanentes. Cientos de miles quedaron sin hogar, viviendo en albergues improvisados o en la calle. Más de cuatro mil personas fueron rescatadas vivas de entre los escombros gracias a brigadas ciudadanas que trabajaron sin descanso durante días.
El impacto emocional fue tan profundo como el físico. El país entero quedó en estado de shock. Las imágenes de cuerpos entre los escombros, de niños atrapados, de hospitales improvisados en la calle, marcaron a generaciones. El periodista Jacobo Zabludovsky, transmitiendo desde las ruinas, dijo: “Estoy en presencia de uno de los más grandes desastres que he visto en la historia de la Ciudad de México desde que nací en ella.” La escritora Elena Poniatowska, en su libro Nada, nadie, recogió testimonios desgarradores: “La ciudad se volvió escombro, pero también se volvió alma. La gente se convirtió en brigada, en abrazo, en fuerza.”
El 20 de septiembre, a las 19:37 horas, una réplica de 7.6 grados con epicentro en Guerrero sacudió nuevamente la ciudad, derrumbando estructuras debilitadas y provocando un maremoto en Ixtapa-Zihuatanejo. Otra réplica ocurrió el 30 de abril de 1986, con magnitud de 7.0, también en Michoacán. Estos eventos agravaron el trauma colectivo y reforzaron la urgencia de una respuesta institucional sólida.
Este derrumbe físico y humano no solo destruyó una ciudad. Desnudó la fragilidad institucional, reveló la fuerza de la ciudadanía y sembró la semilla de una nueva cultura de prevención. El temblor se convirtió en memoria, y la memoria en acción.
El silencio del poder y la voz del pueblo
El silencio del poder fue ensordecedor. Mientras los escombros se multiplicaban y las vidas se apagaban bajo toneladas de concreto, las instituciones permanecían paralizadas. Las líneas telefónicas colapsaron. Las transmisiones televisivas se interrumpieron. El gobierno, encabezado por Miguel de la Madrid, tardó más de un día en emitir un mensaje público. La ayuda oficial fue lenta, burocrática, insuficiente. No había protocolos, no había coordinación, no había presencia. La ciudad, herida y desconcertada, quedó sola. Pero México no esperó.
La respuesta no vino de arriba, sino de abajo. De las banquetas, de los patios, de los mercados, de las aulas. La gente salió a la calle. Vecinos, estudiantes, obreros, médicos, periodistas. Todos se convirtieron en rescatistas improvisados. Con las manos desnudas comenzaron a escarbar entre los restos. Nacieron las brigadas ciudadanas. Se organizaron cadenas humanas. Se compartió comida, agua, herramientas. Se improvisaron camillas con puertas, se usaron automóviles como ambulancias, se levantaron redes de comunicación vecinales. México descubrió que la solidaridad no necesita permiso. Que la empatía no requiere uniforme. Que la urgencia puede más que la jerarquía.
El periodista Jacobo Zabludovsky, desde las calles, narró en vivo con la voz quebrada: “Tengo la tristeza de decir que estoy en presencia de uno de los más grandes desastres que he visto en la historia de la Ciudad de México desde que nací en ella.”
Y mientras la televisión mostraba ruinas, la ciudad mostraba humanidad. Fue el nacimiento de una nueva ciudadanía: activa, crítica, empática. Una que no espera. Una que recuerda. Una que se organiza. Una que se levanta. El terremoto de 1985 no solo reveló la fragilidad del Estado, sino la fortaleza del pueblo. La sociedad civil se convirtió en protagonista. Surgieron movimientos vecinales, redes de apoyo, colectivos de rescate. Entre ellos, los Topos de Tlatelolco, un grupo de voluntarios que se abrió paso entre los escombros con picos, palas y una convicción inquebrantable. Su labor no solo salvó vidas: sembró una cultura de auxilio que trascendió fronteras2.
Carlos Monsiváis, testigo lúcido de aquella transformación, escribió: “La tragedia reveló que la sociedad mexicana no estaba dispuesta a permanecer pasiva. El 19 de septiembre fue el día en que la ciudadanía se descubrió a sí misma.”
Ese despertar no fue efímero. Fue semilla. Fue parteaguas. Fue el inicio de una relación distinta entre el pueblo y el poder. La desconfianza institucional se convirtió en impulso organizativo. La indignación se volvió propuesta. La emergencia se volvió estructura. Y desde entonces, cada vez que la tierra tiembla, México recuerda que su mayor fuerza no está en sus edificios, sino en sus manos. En su gente. En su memoria.
Lo que dejó el temblor
El terremoto no solo derrumbó estructuras físicas. Derrumbó certezas, derrumbó la confianza en las instituciones, derrumbó la idea de que el Estado podía responder con eficacia ante una emergencia de tal magnitud. En ese vacío, en medio del polvo y el silencio, México encontró algo inesperado: la fuerza de su gente. Lo que emergió de los escombros no fue únicamente dolor, sino también una forma inédita de organización social. Brigadas espontáneas, redes de apoyo, voluntarios sin uniforme ni credencial comenzaron a rescatar, a curar, a alimentar, a reconstruir. La sociedad civil se convirtió en protagonista, y esa transformación dejó huella.
A partir de esa tragedia, el país comenzó a construir una nueva arquitectura institucional. En 1986 se creó el Sistema Nacional de Protección Civil, con el objetivo de coordinar esfuerzos entre autoridades, comunidades y expertos para prevenir y responder ante desastres. Se desarrolló el Sistema de Alerta Sísmica Mexicano (SASMEX), pionero en América Latina, capaz de detectar sismos en la costa del Pacífico y emitir alertas con segundos de anticipación en zonas urbanas. Se establecieron protocolos de evacuación en escuelas, oficinas y hospitales. Se crearon fondos para desastres naturales, como el FONDEN, y se modificaron los reglamentos de construcción, exigiendo mayor resistencia estructural y estudios de suelo más rigurosos.
Cada 19 de septiembre, México realiza un simulacro nacional. No es una formalidad burocrática. Es un ritual colectivo. Una forma de honrar a los que no sobrevivieron. Una manera de decir: aprendimos. Estamos preparados. No olvidamos. Las sirenas que suenan ese día no solo alertan: también recuerdan. Son el eco de una memoria que se niega a desaparecer.
La escritora Elena Poniatowska, que recogió cientos de testimonios en su libro Nada, nadie, lo resumió con una frase que se convirtió en emblema:
“La constancia del valor de una ciudad que cayó y se volvió a levantar.”
Y esa constancia no fue solo emocional. Fue política, urbana, cultural. El terremoto de 1985 transformó la relación entre ciudadanos y gobierno, dio origen a movimientos vecinales como la Coordinadora Única de Damnificados, que logró evitar desalojos masivos y promovió la reconstrucción de más de 100,000 viviendas. También impulsó una nueva conciencia sobre el riesgo sísmico, que hoy forma parte de la educación básica, los entrenamientos laborales y la planificación urbana.
Lo que dejó el temblor no fue solo destrucción. Fue una lección de humanidad, una reorganización del tejido social, una memoria que se activa cada vez que la tierra tiembla. Porque en México, el suelo puede moverse, pero la voluntad de su gente permanece firme.
El 19 de septiembre de 2017, exactamente treinta y dos años después del terremoto que marcó a México en 1985, la tierra volvió a estremecer al país. A las 13:14 horas, cuando aún resonaban las sirenas del simulacro conmemorativo realizado esa misma mañana, un sismo de magnitud 7.1 sacudió violentamente el centro del país. El epicentro se ubicó en Chiautla de Tapia, Puebla, y afectó gravemente a los estados de Puebla, Morelos, Estado de México y, sobre todo, a la Ciudad de México. El saldo fue de 369 muertos, miles de heridos y decenas de miles de damnificados. La coincidencia temporal fue tan inquietante como simbólica: apenas cuarenta y seis minutos separaron el ejercicio de memoria del golpe real. La tierra, como si respondiera al recuerdo, volvió a hablar.
Doce días antes, el 7 de septiembre, otro sismo de magnitud 8.2 había golpeado Oaxaca y Chiapas, convirtiéndose en el más fuerte registrado en México en un siglo. Aunque no hubo relación tectónica directa entre ambos eventos, la cercanía temporal estremeció a la población. Según el Dr. Raúl Valenzuela Wong, investigador de la UNAM, la probabilidad de que tres sismos de magnitud igual o superior a siete ocurran el mismo día del año en distintos años es de 0.000002 por ciento. Es como encontrar dos taxis entre cien millones. La coincidencia no fue solo estadística. Fue emocional. Fue histórica. Fue un recordatorio de que la memoria sísmica en México no es una abstracción: es parte de la vida cotidiana.
El impacto humano fue inmediato y devastador. Edificios colapsaron en zonas como la colonia Del Valle, Narvarte, Roma y Condesa. Escuelas como el Colegio Enrique Rébsamen se derrumbaron, dejando una estela de dolor que se convirtió en símbolo de la tragedia. Las labores de rescate se activaron con rapidez, y nuevamente, como en 1985, la ciudadanía se volcó a las calles. Brigadas espontáneas, cadenas humanas, centros de acopio y redes de voluntarios surgieron en cuestión de horas. La solidaridad mexicana volvió a manifestarse con fuerza, pero también con una conciencia más estructurada, producto de décadas de aprendizaje.
En el plano económico, el golpe fue severo. De acuerdo con el INEGI, el 16.1 por ciento de los establecimientos en las zonas afectadas sufrieron daños estructurales o interrupciones operativas. En la Ciudad de México, casi la mitad de los negocios suspendieron actividades al menos un día. El Banco de México estimó que los sismos del 7 y 19 de septiembre restaron entre 0.2 y 0.4 puntos porcentuales al crecimiento del PIB nacional en el tercer trimestre de ese año. Las pérdidas económicas se calcularon entre dos mil y cuatro mil quinientos millones de dólares, afectando especialmente a regiones con altos niveles de pobreza como Oaxaca y Chiapas, donde el impacto fue desproporcionado y profundizó desigualdades regionales.
La reconstrucción implicó el uso de recursos federales, estatales, donaciones privadas y fideicomisos como el FONDEN. También se activaron Bonos de Catástrofe por ciento cincuenta millones de pesos, diseñados para cubrir emergencias de gran escala. Sin embargo, el proceso reveló fallas en la gestión, opacidad en el uso de fondos y demoras en la entrega de apoyos. La falta de coordinación entre niveles de gobierno y la burocracia excesiva generaron frustración entre los damnificados. En muchos casos, la reconstrucción tardó años, y en otros, nunca llegó.
El sismo de 2017 no solo sacudió estructuras. Sacudió la memoria. Reforzó la cultura de prevención. Y recordó que, en México, el suelo puede temblar en cualquier momento, pero la respuesta ciudadana sigue siendo el pilar más firme. Como escribió Juan Villoro, testigo y cronista de ambos terremotos: “La tierra tiembla, pero lo que permanece es la voluntad de quienes se niegan a caer.” Porque en México, la memoria no se guarda en libros: se activa con cada paso, con cada simulacro, con cada abrazo entre desconocidos que se convierten en rescatistas. Y cada 19 de septiembre, la historia vuelve a temblar.
El temblor que transformó
El terremoto de 1985 cambió a México. No solo en su arquitectura, sino en su alma. Las grietas que dejó no fueron únicamente físicas: se abrieron en la confianza, en la institucionalidad, en la idea de que el Estado podía proteger a su gente. Pero también se abrieron espacios nuevos, inesperados, donde la ciudadanía se descubrió capaz, solidaria, valiente. El dolor unió. La tragedia enseñó. La memoria se volvió herramienta, se volvió escudo, se volvió brújula.
Aquel temblor reveló que los desastres no son solo naturales, sino sociales. Que la vulnerabilidad no está en la tierra, sino en las decisiones, en las omisiones, en las desigualdades. Y sin embargo, en medio del caos, México encontró su voz. Una voz que no gritaba por ayuda, sino que organizaba, que rescataba, que reconstruía. Una voz que no se apagó con el polvo, sino que se multiplicó en cada brigada, en cada abrazo, en cada gesto de humanidad.
Treinta y dos años después, el sismo de 2017 volvió a sacudir el país. Y con él, volvió a activarse no solo el protocolo, sino la memoria. La coincidencia fue más que estadística: fue simbólica. Fue como si la tierra recordara. Como si el pasado regresara para probar lo aprendido. Y aunque la vulnerabilidad persiste, también persiste la voluntad. La cultura de prevención, los simulacros, las alertas, las redes de apoyo: todo eso es parte de una transformación que comenzó en 1985 y que sigue latiendo.
Hoy, cada vez que suena la alerta sísmica, no solo se activa un protocolo. Se activa una historia. La de un país que aprendió a levantarse. Que convirtió el miedo en fuerza. Que transformó el temblor en conciencia. Porque en México, el suelo puede moverse, pero hay algo que permanece firme: la memoria colectiva, la solidaridad espontánea, la certeza de que, ante la tragedia, nadie está solo.
Como escribió Octavio Paz: “La memoria es el presente invisible.”
Y en cada 19 de septiembre, ese presente invisible se vuelve visible. Se vuelve acción. Se vuelve ritual. Se vuelve vida.