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1825: dos gritos de libertad y un murmullo de tinta

Márcia Batista Ramos

El año 1825 fue un año bisagra, cuando la política gritaba y la literatura, todavía, hablaba en voz baja. Los mapas se reescribían con sangre y esperanza en América Latina. Mientras en algunas regiones se consolidaban las independencias, en otras se esbozaban los primeros suspiros de soberanía. En ese contexto, Brasil y Bolivia, países hermanos en continente, pero disímiles en proceso, comenzaron a delinear trayectorias opuestas —también en lo literario.

En aquellos años la literatura en Brasil y Bolivia transitaba caminos distintos, pero igualmente silenciosos, como si aguardara el aliento de un pueblo libre para brotar con plenitud. Aquel año, más que un punto de encuentro, fue un umbral de contrastes:

En Brasil, un imperio nacía bajo el eco de la corona portuguesa (Brasil, llevaba tres años como imperio independiente, bajo el mando de Pedro I, hijo del rey portugués. La joven monarquía brasileña, aún envuelta en las vestiduras de la cultura europea, comenzaba a gestar los signos de una identidad nacional, que se traduciría lentamente en sus letras). Brasil, ya separado de Portugal desde 1822, vivía el esplendor de un romanticismo naciente, bastante tímido y muy atado a las formas neoclásicas importadas de Europa. La palabra escrita se abría paso en los salones de Río de Janeiro, entrecruzando las voces de poetas como Gonçalves Ledo, que soñaban con una identidad nacional, no obstante, la tinta aún oliese a tinta lusitana.

Mientras en los salones de Río de Janeiro se buscaba una voz nacional, en las plantaciones del nordeste, en las minas de oro de Minas Gerais, en las charqueadas de Rio Grande do Sul y en las casas de las elites, millones de personas esclavizadas vivían sin voz ni letra. Eran hombres, mujeres y niños arrancados de África, con lenguas, mitologías y cosmovisiones propias, condenados al silencio forzado. En 1825, cerca de dos millones de personas negras vivían bajo el yugo de la esclavitud en Brasil. Su palabra no estaba en los libros, pero vibraba en los rezos, en los cantos de trabajo, en los tambores prohibidos, en los cuerpos que resistían desde la danza, en los quilombos que preservaban saberes africanos. Era otra literatura, de grietas y grietas, que era invisibilizada en el proyecto romántico de la nación blanca. La historia oficial la ignoró, pero su memoria persiste, terca, como una semilla que no se dejó enterrar.

En aquellos años, la literatura brasileña comenzaba a escribir su alma, pero lo hacía con pluma prestada; en el país continente, las publicaciones eran escasas, las imprentas limitadas, y el acceso a los libros, un privilegio de elites.

Pese a que, en Brasil, la Imprensa Régia, trasladada de Lisboa a Río de Janeiro en 1808 con la llegada de la corte portuguesa, se convirtió en un instrumento clave para centralizar el poder simbólico y político del nuevo imperio esclavista. Aunque su control era férreo, marcó el inicio de una circulación restringida de libros, periódicos y panfletos.

En contraste, Bolivia, nacida como república en 1825, carecía de una infraestructura tipográfica desarrollada. La primera imprenta llegó tardíamente y su funcionamiento fue intermitente. En sus primeros años, la palabra impresa era un lujo, y la oralidad persistía como el medio más vigoroso de transmisión cultural.

La Asamblea de la República proclamaba su independencia el 6 de agosto del año 1825, dando nombre a una nueva nación —hija de la guerra, del anhelo de libertad y de la complejidad de su geografía humana. En Bolivia, se gestaba la república con el espíritu libertario de Sucre y Bolívar. Sin embargo, su población originaria vivió sometida hasta la revolución de 1952, cuando conquistó la ciudadanía plena.

El país andino no tenía una tradición literaria reconocida en papel; su literatura vivía en la oralidad, en las voces de las montañas, en las leyendas que tejían las mujeres en los telares y en los cantos de los pueblos originarios. Era una literatura sin libros, pero con memoria. No se encontraba en las imprentas, sino en las huellas de los caminos del Inca, en los susurros de las wacas, en la simbología de la tierra, en los mitos aimaras y quechuas que, sobrevivirían a la colonia.

La literatura boliviana de 1825, aunque aún no se plasmaba en libros, tenía guardianes de la memoria. Las warmis sabias, las tejedoras que narraban con hilos el devenir del cosmos, las yachaqs que interpretaban los signos del tiempo en la naturaleza, y los jampiris que sanaban con palabras rituales, eran portadores de una poética ancestral. Sus relatos no se encuadernaban en papel, pero vivían en los anales de la memoria y se manifestaban en las fiestas agrícolas, en los cantos funerarios, en el diario vivir de las grandes mayorías allí asentadas originariamente. Esta forma de literatura —oral, simbólica, multilingüe— fue deslegitimada por la modernidad occidental, pero constituía una epistemología propia, una manera profunda de narrar el mundo desde la montaña y no desde el mármol.

Es importante notar, que esta literatura no era menor, ni menos profunda que la literatura gestada en el vecino imperio brasileño: simplemente no cabía en las categorías canónicas impuestas por la modernidad europea. Los primeros escritos bolivianos, más políticos que literarios, circulaban entre las élites criollas: proclamas, manifiestos, el acta de independencia. No eran aún literatura, pero sí intentos de nombrar una nación que nacía.

En 1825, la literatura brasileña comenzaba a organizarse como proyecto nacional, mientras la boliviana emergía como un susurro colectivo que aún no había encontrado su idioma. Sin embargo, ambas compartían una sed de identidad. En Brasil, se buscaba el rostro brasileño detrás del espejo europeo; en Bolivia, se buscaba una voz capaz de articular la pluralidad de naciones encerradas en un solo nombre.

Dos geografías, dos procesos políticos, dos silencios literarios: uno naciente, otro ancestral. Pero en ambos territorios, la palabra ya germinaba. En Brasil, la semilla romántica pronto daría frutos con Gonçalves Dias y José de Alencar. En Bolivia, la palabra escrita cobraría fuerza más tarde, cuando los bolivianos comenzaron a mirar su propio espejo, hecho de cerros, sangre indígena y lucha.

1825 no fue el año de la plenitud literaria en ninguno de los dos países, pero fue el año del respiro: ese momento vital en que la historia permite que la literatura comience a latir con voz propia, ya que sus pueblos empezaban a respirar en libertad.

Ambos países compartían, sin embargo, un anhelo: construir identidad. En Brasil, la literatura se erigiría pronto como proyecto nacional, buscando una voz que no fuese portuguesa, ni europea, se buscaba una voz que representara al hombre del inmenso país tropical. Autores como Gonçalves Dias y José de Alencar darían forma a ese deseo en las décadas siguientes. En Bolivia, ese proceso sería más lento, profundamente atravesado por la exclusión lingüística, el racismo estructural y la negación de los saberes originarios. No obstante, también allí la palabra empezaría a abrirse paso, reclamando su derecho a existir, a ser escrita, leída y respetada.

En Brasil, la publicación de la poesía de Gonçalves Dias en la década de 1840 marcaría el surgimiento de una voz nacional, sobre todo con su poema Canção do Exílio (1843), que condensaba el anhelo de pertenencia a una tierra aún en formación simbólica. Poco después, las novelas indianistas de José de Alencar, como O Guarani (1857), darían forma al mito del Brasil profundo, idealizado, tropical, donde el hombre en contacto con la naturaleza rencarnaba el arquetipo del héroe. En Bolivia, aunque la palabra impresa tardó más en afirmarse, autores como Nataniel Aguirre en el siglo XIX —con Juan de la Rosa (1885)— iniciarían un camino hacia la construcción de una memoria histórica escrita.

Tanto en Brasil, como en Bolivia, hubo voces que resistieron sin papel, que entretejieron nación desde la exclusión, ya que no hacían parte de la minoría dominante (descendientes de los colonizadores europeos).   

1825 no fue, para ninguno de los dos países, el año de la gran literatura. Fue, más bien, un año de transiciones. Un año en que la historia respiró con fuerza y la literatura escuchó en silencio las culturas indígenas y africanas que seguían transmitiendo su mundo con la fuerza de la voz. Sin saber que toda literatura verdadera empieza no solo cuando se escribe, sino cuando se recuerda… Pero también fue el punto de partida: desde ese silencio surgirían voces que, con los años, construirían los cimientos de dos literaturas nacionales distintas, pero hermanadas por la lucha para decir nosotros.

Comparar la literatura de Brasil y Bolivia en 1825 es mirar dos formas de silencio: uno que esperaba la palabra escrita, otro que la conservaba en la voz. Y, sin embargo, ambos latían con la promesa del porvenir. Sin saber que toda literatura nacional nace cuando un pueblo deja de mirarse en los espejos ajenos y se atreve a verse en su propia piel: en sus leyendas, en su geografía, en sus luchas, en su sangre y en sus cantos.

En 1825, Brasil y Bolivia empezaban a reconocerse no solo como países libres, sino como sujetos capaces de narrarse a sí mismos, cada uno desde su modo particular de habitar el tiempo y la palabra. Porque, al final, toda independencia verdadera necesita ser contada. Y toda literatura nace cuando el pueblo en su conjunto se reconoce en su historia.

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