Soy un “periodista cojo”. Así me lo sugirió Andrés Gómez Vela en 2013, el día en que él mismo me reabrió, generoso, las puertas de mi profesión, frente a los micrófonos de ERBOL. Antes había invernado siete años, cinco en la cooperación internacional y dos en el servicio diplomático.
Mi salida de las redacciones fue forzada por las circunstancias, aunque tuvo una pizca de desánimo y frustración. En 1998, perdimos la batalla por La Prensa y yo decidí lamerme las heridas bajo el resguardo de una burbuja académica. Me puse a estudiar otra vez. Sin embargo, ni así dejé de encender una grabadora para volcar luego voces en un papel. En 2003, vino la segunda derrota, la pérdida de La Razón. Un retorno a los teclados parecía infructuoso. Abrí un largo paréntesis.
Aun odiando las referencias personales, cuento esto para decir que soy el periodista menos autorizado para hacer un juicio en torno al desarrollo de nuestro oficio en el país, y ya faltan pocas horas para celebrar el Día del Periodista Boliviano. Va, pese a ello, este comentario “cojo”, escrito desde los márgenes de un rol que, en los hechos, sigue siendo el único que me llena de goce y orgullo.
El día de las elecciones de 1993, en la redacción de La Razón, allá en Miraflores, las pantallas exhibían los primeros porcentajes del voto. Llevábamos cuatro años en litigio cotidiano con el gobierno del Acuerdo Patriótico. El diario en el que trabajaba horas y sobre-horas era mascarón de proa de la oposición, en ese tiempo, representada por Sánchez de Lozada y éste llevaba clara ventaja en los recuentos.
De manera espontánea, la mayoría de los reporteros y editores vibraba bajo un júbilo mal reprimido. Banzer había sido derrotado. Nuestro director, Jorge Canelas, iba de escritorio en escritorio, haciendo preguntas, nutriéndose de la realidad, cuyas parcelas parecían acampar en cada sección. Al verlo llegar estuvimos a punto de aplaudir. Sabíamos que nuestros adversarios mostraban semblantes tristes. Su derrota era nuestra victoria.
De pronto, un pudor de igual potencia se fue apoderando de cada uno. Claro que nos ilusionaba el desenlace, pero había colegas que siempre afincaron simpatías en la fórmula perdedora. Así que luego de verificar lo que vendría, callamos para ponernos a redactar. Las noticias del día eran las que siempre quisimos elaborar, pero nuestro credo profesional siempre fue más fuerte. Al día siguiente, la edición estaba depurada de algarabía. Salía a la calle la sobriedad que obliga a buscar todos los pareceres y reflejarlos.
El periodismo en la época neoliberal fue así, con redacciones florecientes de criterios diversos. Cada día ocurría un enfrentamiento incruento para definir la portada, para acertar en cada titular. Al día siguiente, recibías de manos de Canelas un ejemplar lleno de taches y marcas fosforescentes. Su letra me es aún inolvidable. Signos de enojo y admiración en varios párrafos. El director leía con respeto y rigor cada cosa que se echaba a la rotativa. Había presiones de todo tipo y sobre nuestras espaldas llovían los reproches y los elogios.
Fuimos derrotados y el siglo que llegó nos encontró dispersos. Fue la gente la que tomó las calles y expulsó a la clase política con la que los periodistas habíamos convivido desde 1982. Algo nos decía que aquel podía ser nuestro segundo tiempo. No fue así.
Hoy el periodismo boliviano ha sido triturado a fondo. El “proceso de cambio” ha reorganizado casi todas las redacciones para convertirlas en repetidoras amedrentadas de las verdades oficiales. Lo acaba de probar en carne propia Juan Pablo Guzmán en su carta de despedida de la pantalla chica. Por supuesto que hay trincheras de resistencia, pero éstas tienden al repliegue o a la asfixia. He tenido el privilegio de colocarme un tiempo en ellas y remar contra la corriente. Lo sigo haciendo dentro de mis siderales limitaciones.
Lo que, abusando del término acuñado por Raúl Peñaranda, podríamos llamar como “periodismo paraestatal” (y es que a eso ya no se le puede llamar periodismo), es la connivencia perversa entre personeros de campaña electoral y funesta simulación informadora. Una noche asistes a la fiesta de los ponchos rojos y al día siguiente finges que puedes ser vehículo de las ideas más diversas.
Cuando reinaba el 21060, un periodista cínico que se hubiera
atrevido a ser activista de una campaña electoral en su tiempo libre
hubiera recibido una patada en el trasero. La reconquista del pluralismo
necesita comenzar por los medios y en eso hemos retrocedido un par de
décadas.
Rafael Archondo es periodista.