Adrián y la búsqueda del símbolo

Maximiliano J. Benítez

Recuerdo tu dolorida sonrisa al evocar aquel lejano y penoso recuerdo,como quien toma entre sus manos las ropas de un ser querido ya muerto; como un viejo retrato cubierto de polvo y sangre tras el cataclismo que me obliga a regresar a vos. Caminamos entre las sombras durante un par de años, como espeleólogos de una gruta olvidada. «Suena a poco», dijiste, y entonces me clavaste la mirada gris-verdosa que alguna vez me había reconciliado con el género humano. La mirada gris y pétrea de quien ya no puede ver más que el reverso de la especie. Me sentí lejano esta vez a todo aquello y creo que lo notaste: como alguien que ya conoce profundamente las tibias reacciones humanas para lacónicamente juzgarlas, apartaste las ascuas de tus ojos de fuego verde.

Caminamos por las solitarias —como nosotros— calles del barrio judío, a esa hora en que los turistas y los espíritus de Josefov dormitan al crepúsculo. También para nosotros llegaba la noche inexorable e indiferente. Un nuevo libreto se abría ante nosotros; el de falsos amantes que ya tienen la certeza de la inanidad de sus actos.

Pensé, pensaste, pensamos (todo es posible, dice un borracho que dice Baco), en lo fútil e inexpresivo de nuestro vocabulario. Éramos aquellos músicos que continuaban tocando en el naufragio. Las palabras, que se deslizaban por nuestros labios hasta reposar en la sonrisa franca y el beso interminable, ahora se ahogaba —como quien contiene la respiración al sumergirse—, inarticulada y anodina en nuestra humanidad, para acabar en un suspiro exhausto. «Porque las palabras necesitan músculos para perdurar», decías seriamente, con las cejas circunflejas acentuando la gravedad de lo que intentabas decirme. Ahogué una sonrisa con el primer sorbo de cerveza y entonces, fugazmente aunque tu mirada pétrea me sugiriera pensamientos fronterizos, nos sentimos un poco menos ajenos. Mis ojos salieron del interior de la jarra y reposaron sobre tu mirada eslava.

Por la tarde, mientras paseábamos por la plaza de Wenceslao, y recuperábamos de la historia hechos que un tiempo atrás nos hubieran hallado de la mano, charlamos incluso animadamente sobre cosas que, en realidad, nos resultaban superfluas e innecesarias. «Realidad virtual», comenté para desentumecernos, pero vos, que siempre supiste anticiparte a mi pensamiento, retrucaste rápidamente: «incomodidad virtual». Touché. Yo reí, qué podía hacer? Todo se asemejaba más a un duelo que a un encuentro entre amantes.

Regresé (recordarás?) solo al hotel, con un conflicto de intereses en forma de botella de vodka barato, y me obstiné durante varias horas en trasladarle a este envase, todas y cada una de mis miserias. Sí! —me grité mentalmente, creo— Todas mis miserias! Y como si el único habitante sobrio de mi conciencia hubiera tomado en un lapsus de lucidez las riendas del asunto,  abandoné a regañadientes la botella semivacía sobre la mesita de luz, dejé descansar a Roger Waters en el hermetismo del discman, y me dormí o algo parecido. Cuando la resaca permitió mi lenta recuperación de aquella metáfora (llamémosla así, por favor), ya era, como suele suceder, tarde para todo. Cuántos errores pueden cometerse, acometerse, perpetrarse o concederse en una noche? cuál es la insana diferencia entre una noche aciaga y un pusilánime?

      La resaca (ahora me refiero a la moral) me acompañó durante parte de la mañana, como un día tormentoso sobre mi cabeza, en mi deambulada matutina por las descoloridas calles de la Staré Město. Me llamaste al caer el día, anticipándote una vez más a mis probabilidades; cuando mi fortaleza anímica erigida a duras penas por el dolor, la penuria y la certeza de mis carencias habían ya derruido los pocos fragmentos de la vigilia en un-día-más-en-el-mundo. No supe exactamente qué decirte sin caer en la perfidia, y como siempre, quedamos donde siempre. Digo «siempre» y se me ocurre que el adverbio ya no tiene la misma acepción para mí. Como si la palabra estuviera marchita y el significado hubiese marchado más atrás o adelante en el diccionario, totalmente vetado para mí, rehuyéndome. O como si esquivara mis limitaciones, diciéndome: no mereces pronunciarme!

Intentamos disimular nuestras respectivas derrotas mientras atravesábamos como autómatas el puente Karlov, trémulos de frío, con las manos hundidas en los bolsillos de nuestros abrigos, bajo la mirada abstracta de las grises estatuas que silenciosamente lo cuidan. Fui un momento al baño de aquel bar y la imagen que me devolvió el espejo (a eso fui) era la de un hombre de otro tiempo. Una patética estampa después de sufrir hambre, frío y todas las penurias imaginables. Shine on you crazy diamond, me ordené mentalmente con una sonrisa lastimosa; o quizá incluso lo dije en voz alta para convencerme, como la sonrisa de un condenado a muerte.

«En fin», exhalé en un breve suspiro mientras salía del retrete. La vieja encargada de su mantenimiento, que estaba sentada en un taburete de paja a la entrada del baño, me observó como si lo supiera todo, tenía algo en las arrugas de las comisuras, en las patas de gallo, en el brillo de sus ojos grises, que me recordaba a las estatuas del puente de K. que acabábamos de atravesar. Me detuve un momento a darle un par de coronas, y durante los pocos segundos que duró la operación no apartó sus ojos de los míos; como si quisiera decirme algo demasiado profundo para expresarlo con palabras. Poco me faltó para llorar. Es lo que tiene eso de beber a destiempo. Entonces llegué a mi mesa. Vos estabas acodada mirando obstinadamente los títeres de la tienda de enfrente, el trajín de turistas. Parecías abstraída en el ensueño de la fantasía. Iba a comentarte el incidente con la vieja, pero supe callar. Eso siempre se me dio bien. Y entonces ya recuerdo miradas esquivas, eufemismos y gestos hirientes; llamadas perdidas a teléfonos y mentes apagadas; sonrisas secas e incoherentes. Luego de este conjunto de nocturnidades —diría Maxi—, hablamos fríamente como dos amantes anónimos, desconocidos con un momento en común. Luego creo que fallecí, renací, sobreviví a algo o simplemente me dijiste adiós. Qué más da? Te fuiste, me marché o todo fue un penoso malentendido que nos arrastró de Buenos Aires a Praga, como esos asesinos despiadados que salen a la periferia de las ciudades a desembarazarse de un cuerpo.

Un par de semanas después, poco antes de volver solo a Buenos Aires, regresé al bar del punto y aparte. Llevaba un bolígrafo y una pequeña libreta, como ahora. Quería, de alguna manera, agotar con palabras lo que no pude acabar aquella noche con lágrimas e insomnio. Pedí una cerveza, esperando que me la trajeran tibia, pero en su lugar, una hermosa sonrisa en forma de mujer apoyó sobre mi mesa una helada jarra de cerveza rubia.

Una de las hojas de aquella libreta sirvió para apuntar su teléfono.